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La corrupción ética: una teoría traída de los cabellos

Por: Guillermo Linero

Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda.  


Pese a no asombrarse fácil, el medio político y jurídico del país se encuentra muy erizado al ver cómo la procuradora, Margarita Cabello, ha engavetado más de diez mil casos de investigaciones sobre corrupción –al decir de sus críticos, favoreciendo amigos y grupos políticos afines– y se ha llenado de poderes extraordinarios con la aprobación de un proyecto de ley que le da facultades de juez penal.

Esto último, en una cabriola insana con la cual pretende esquivar la obligación –a la que está conminada por la CIDH– de proteger los derechos de Gustavo Petro (derechos vulnerados cuando era alcalde de Bogotá y fue destituido de su cargo por la Procuraduría, encabezada entonces por Alejandro Ordoñez). El fallo de la CIDH está basado en el principio de que ni la Procuraduría ni la Contraloría pueden destituir o inhabilitar a personas que sirven como funcionarias públicas cuando estas han sido elegidas popularmente, a menos de que haya una sentencia penal que así lo determine.

En tal contexto de sinrazones, han surgido como protagonistas estas dos preguntas: ¿Es posible que en una democracia la rama ejecutiva se arrobe funciones propias de otras ramas como la judicial?, y ¿la Procuraduría tiene facultades para cerrar arbitrariamente casos de corrupción? La respuesta para ambas preguntas, que de lo obvia ni siquiera hace falta desarrollarla, es una sola: No. No, porque en Colombia rige una democracia y contamos con un sistema de normas escritas frente al cual nadie puede, por mucho poder que tenga –excepto de malas maneras, como lo haría un dictador– cambiar las leyes, pasar por alto lo que ellas dictan y hacer lo que le venga en gana.

En cuanto a la primera pregunta, es natural y obvio que en una democracia la rama ejecutiva no puede ganarle terreno a la rama judicial quitándole funciones para las cuales esta existe: para juzgar penalmente. Es peor aún desobedecer a la Corte Interamericana con disfraces para engañar párvulos, como si sus jueces y equipos de investigación carecieran de sentido común. Y en cuanto a la segunda pregunta –sobre archivar casos de corrupción alarmantes–, lo que está haciendo la Procuraduría es simplemente una cabriola insana: decidir en favor de unas personas o grupos políticos, y no en pro de la justicia ni en procura de hacer el bien.

No obstante, por efecto de estas dos respuestas, surge una tercera pregunta: Si la Procuraduría no actuó plegada a la ley, ni en un caso ni en otro, ¿cómo los ha justificado? Precisamente con una explicación para engañar a personas desprevenidas y pasmar a entendidos: “Hay muchos temas de corrupción que son éticos”.

La premisa de la procuradora es tan atrevida en sus propósitos, y tan compleja en su inocencia, que para interpretarla tuve que consultar el diccionario y convencerme de que la corrupción es un acto malsano. La corrupción en los tiempos de la antigua Roma significaba estrictamente “quebrar el orden”. Ahora significa “el abuso del poder para beneficio propio”. Y tuve que confirmar, también, que la ética, desde Aristóteles, no es más que el rechazo al mal, o mejor, la búsqueda del bien. Si observamos someramente encontraremos un hecho mágico: la procuradora pudo juntar dos entes irreconciliables, la corrupción y la ética.

Sin embargo, o pese a la confusión de la procuradora, la comprensión de la ética es muy elemental: el zapatero expresa su ética cuando hace los zapatos como sabe hacerlos y es ético cuando cobra por ellos lo que debe cobrar. La búsqueda de hacer el bien permite que en todas las áreas del conocimiento –que no son útiles para hacer el mal– pueda aplicarse la ética y podamos hablar, por ejemplo, de una ética médica o de una ética jurídica. Pese a ello, la búsqueda del crimen perfecto –la consideración de “el asesinato como una de las bellas artes” (el “buen muerto”) o la trampa bien hecha (“la jugadita”)– solo porque busque la perfección de lo malsano no constituye por ello una conducta ética.

Por tal razón, mientras que la moral difícilmente puede enseñarse, la ética es susceptible de llevarse a cánones (la medición de la calidad de un par de zapatos) o a conceptos (su costo de producción), o a esquemas de conocimiento replicables (la tasación de su precio). Por eso nadie puede decir que actuar éticamente es actuar de manera especial y desenfadada, porque la ética es un comportamiento tan corriente como previsible, por cuanto está reglado de cánones y preceptos que pueden enseñarse.

No por otra razón, Colombia cada vez más se torna internacionalmente paria: porque no profesamos la ética. En consecuencia, si tuviéramos en cuenta las estadísticas que dan razón de nuestra situación social como país (las persecuciones políticas, el asesinato de personas líderes y defensoras de derechos humanos, las masacres, el maltrato a las mujeres, la formación de grupos criminales al margen de la ley, el asesinato extrajudicial de jóvenes y, desde luego, la represión estatal) no podríamos concluir cosa distinta a que nuestra atmosfera social es de inmoralidades, de nula ética. En semejante contexto político-social, las decisiones de gobernantes o funcionarios públicos –en nuestro caso las decisiones de la procuradora Margarita Cabello– no escapan de esa atmosfera sin ética, y proveen –en oposición al bien– un ambiente de extravagancias y desórdenes: el traquetismo y la repulsa a las protestas sociales.



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