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La cárcel más infernal que se ha creado jamás en Colombia

Por: Iván Gallo - Editor de Contenido




Cuando Julio César Arana del Águila puso su empresa del caucho en la Chorrera, cerca de cincuenta mil indígenas huitotos y andoques fueron exterminados. Los hombres al servicio del político y empresario peruano, que hizo una fortuna explotando caucho, mataban el tedio de la selva descuartizando a machetazos a los indígenas. Las sometían a las más violentas torturas. A familias enteras las metían en pozos llenos de pirañas y allí gozaban, entre trago y trago, viendo como los peces se las comían vivas. Muchos de estos indígenas huyeron de la Chorrera y se asentaron en Araracuara, un lugar ubicado entre el Caquetá y el Amazonas, alejada de los blancos y de sus crueldades. Allí creían que estaban a salvo y lo estuvieron hasta 1938. Ese año el presidente Eduardo Santos ordenó la instalación en ese lugar de una cárcel. Se construyeron nueve campamentos a donde llegaron 560 presos y 200 guardianes.


No pasó una semana de la instalación del penal cuando ya los guardianes empezaron a arrasar con sus alrededores. Los indígenas, que habían construido sus malokas intentando recuperar su paraíso perdido, vieron como los guardianes irrumpieron en sus casas y, escopeta en mano, preguntaban cuánto costaba sus mujeres. A los que se sintieron ofendidos con las preguntas simple y llanamente les estallaban un disparo en la cara. Y así fueron matando a los hombres y violando a las mujeres huitoto.


Las otras víctimas eran los presos. Ante el hacinamiento de las cárceles del país en la década del treinta decidieron construir, en medio de la selva, un lugar que recordaba que el infierno existía y quedaba en la tierra. Los directores y guardianes que existieron entre 1938 y 1972 -año de su cierre- establecieron, lejos de los controles de Bogotá, un régimen de hambre y barbarie contra los condenados. Al penal se destinaban, desde campamentos en los lugares de Patiobonito, Bellavista y los Llanos del Yarí. Del río además sacaban una pesca descomunal. Pero nada de esto llegaba a los presos. Los directores de la cárcel, con tal de engrosar sus bolsillos, las vendían a los mercados de Neiva y Florencia. Los presos aguantaban hambre y morían de ella.


Germán Castro Caycedo fue el primer periodista que se metió a la manigua y habló de ella en el año 1972, justo cuando hacía la investigación que desembocaría en su libro Perdido en el Amazonas, en donde narra la aventura de Julián Gil, un hombre que soñaba con hacer un camino de mil kilómetros dentro de la selva y que, en su intento, fue desaparecido por una tribu que no había tenido jamás contacto con los “blancos”, Castro Caycedo conoció a expresidiarios que estuvieron a punto de morir en este infierno, que vivieron los abusos de los guardias, el régimen casi de campo de concentración que se vivía en el penal.


Vio, por ejemplo, que alrededor del penal habían cuatro cementerios. Allí despachaban a los presos que no resistían. A Bogotá enviaban cualquier excusa, un intento de escape, una enfermedad de la selva, pero, en realidad, las muertes eran inevitables debido al trato, al hambre, a la falta de un cuidado médico indispensable para soportar las duras condiciones de la selva.


Uno de los castigos más temidos era el siguiente: se encerraba durante días, en un cuadrilátero estrecho, en donde apenas cabía un hombre de pie, al que, según el guardia de turno, se portara mal. Allí los dejaban parados durante dos semanas. Algunos no resistían y morían.


Otros no paraban de llorar y salían con la piel calcinada y llena de picaduras de bichos que se infectaban. Nadie puede calcular cuantos hombres murieron en Araracuara, pero fueron cientos. Con los años el penal fue creciendo y ya llegó a tener, en el momento de su cierre, once campamentos. Las partidas presupuestarias anuales eran muy altas, 370 millones de pesos anuales mientras, cada año, estaban condenados a trabajos forzados más de 2000 hombres. Alrededor del pena se iba consolidando el poblado de Araracuara, conformado por indígenas y por los guardianes que, una vez se terminó la cárcel, no volvieron al interior del país por una razón: temían la venganza. Sabían que en esa tierra sin Dios podrían hacer lo que quisieran, la impunidad los acompañaba. No se atrevían a regresar por miedo a que el familiar de un preso, o a que un sobreviviente los encarara. Era mejor sobrellevar sus pecados en la selva.


Era común que los directores que pasaran por el pena jugaran de esta forma con los presos: les abrían las puertas y les decían que se escaparan frescos, que tendrían un día de ventaja pero que, eso sí, si los alcanzaban los guardianes con sus perros, los matarían. Era pan comido. En esa selva tupida cualquiera que no conociera bien sus recovecos se perdería. El final ya todos lo sabían, encontraban a los fugitivos, los mataban a machetazos y luego los malenterraban. Castro Caycedo conoció a sobrevivientes que afirman haber visto como quedaban, por encima la tierra, pies, manos, cabezas.


Ante los rumores de abuso el ministerio de justicia decidió enviar en 1962 una comisión compuesta por las siguientes personas: Rafael Díaz, director general de prisiones, Rafael Poveda, periodista, Emilio Chavarriaga, visitador encargado del pena, otro visitador llamado Carlos Dominguez, el médico Delio Muñoz, el ingeniero Pedro Diaz, y el motorista Carlos Castilla. Iban a verificar las condiciones de la cárcel. Pero ocurriría lo peor. Los guardias les proporcionaron información falsa. Les dijeron que uno de los ríos que pasaba por la prisión no tenía mayor complejidad. La comisión se embarcó en una balsa que ya había sido dañada previamente por los guardias y, apenas zarparon, empezaron a zozobrar. La totalidad de la comisión se ahogó.


Araracuara cerró su infamia en 1972 y tal como dijo Castro Caycedo, ya no se escuchó jamás el llanto de los hombres. Hoy en día solo quedan sus ruinas, comidas por la maleza y una historia que se diluye ya en la frágil memoria colombiana.

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