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¿Hay rosca en el gobierno del cambio?

Por: Laura Bonilla




El Espectador reveló esta semana un “roscograma” de varios cargos del gobierno nacional, titulado “La red de familias que desató dudas de posible nepotismo en el gobierno”. En este oficio, a veces parece que uno viera pasar una y otra vez la misma noticia. En el escándalo están implicados el ministro de Hacienda, Ricardo Bonilla; el gerente de RTVC, Hollman Morris; la ministra de Agricultura, Marta Carvajalino, y Gloria Inés Ramírez. Después de más de diez años reconstruyendo redes políticas, clanes y conexiones de poder, debo decir que este "roscograma" es más bien limitado. Incluso dentro del gobierno actual, si se revisaran en detalle las redes de relaciones familiares y políticas de cada congresista en entidades como, por ejemplo, el Fondo Nacional del Ahorro, el resultado sería mucho más revelador. Pero volvamos al punto.


Rápidamente, Gustavo Bolívar reaccionó con una frase tan simple como contundente: “el nepotismo es corrupción”. Personalmente, aplaudo su intención. El nepotismo, el clientelismo y la plutocracia no solo son escándalos aislados; han sido casi características de nuestro sistema político. Sin embargo, la frase del director del DPS también se siente como una expresión vacía, lanzada para generar indignación sin considerar, por ejemplo, que en el caso del ministro Bonilla, sus familiares tienen una trayectoria de servicio público, incluso como funcionarios de carrera, lo cual desmiente la idea de un posible favorecimiento.


En los demás casos, encontramos el verdadero problema: no es posible probar un tipo de favorecimiento, pero tampoco lo contrario. Si somos sinceros, en Colombia a casi nadie le ha importado la selección a dedo, directa y conveniente, de cualquier político o funcionario. Más aún, el empleo es la moneda de cambio del Congreso de la República, con la cual se distribuyen los favores. Algunos colegas politólogos con los que he hablado señalan que, en sí, esto no es un problema, porque en teoría todos como sociedad podemos votar por políticos tan probos que nombren a personas técnicas, de su confianza, que queden “vacunadas” contra malas prácticas y sean eficaces en sus funciones. Esto no solo es utópico; además es inconveniente. Estas dinámicas no dependen exclusivamente de la voluntad de los políticos; me atrevería a decir que la voluntad es lo menos importante.


La única manera de evitar el nepotismo es sincerar y regular, de una vez por todas, la distribución burocrática, entendiendo el sistema que tenemos: uno basado en líderes políticos con equipos en tensión y competencia constante, tanto dentro como fuera de los partidos. Somos un sistema de operadores que depende de colocar puestos en el Estado para garantizar una red de favores y, además, para que sus equipos de trabajo estén empleados y pagados por todos nosotros. Así, no solo realizan las tareas para las que son contratados, sino que esencialmente dedican su esfuerzo a mantener políticamente vivo a su político cada cuatro años. Es un círculo vicioso donde el político es el único medio de acceso al empleo público. Sí, el que debería ser de acceso público.


Sincerar el sistema implica reconocer que no es que los funcionarios del gobierno decidan colocar a sus familiares; el gobierno es en sí mismo un entramado de recomendaciones, fichas y nombramientos. Quizá, en el fondo, estamos ante un exceso de expectativas, algo natural en un gobierno que se autodenominaba “el del cambio” pero que hasta ahora no ha impulsado ninguna iniciativa para transformar estas prácticas. Por ejemplo, la reforma política que se discute en el Senado, de aprobarse, sería incluso peor que lo que tenemos. La reforma laboral, de la cual se esperaba que regulara de alguna forma el empleo público y estableciera un mínimo de mérito para acceder al Estado, ha brillado por su ausencia.


Ese juego gris de hojas de vida circulando de mano en mano, de intercambio de favores, de contratos de prestación de servicios que en realidad son empleo público de la peor calidad y, sobre todo, esa costumbre de dedicar dos años de gobierno a cambiar funcionarios y contratistas y solo dos años a gobernar a medias es lo que nos da, cada año, la sensación de déjà vu con las mismas noticias.

 

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