Por: León Valencia, para @infobae
Independientemente de lo que ocurra este domingo en las elecciones presidenciales, Francia Márquez es el gran fenómeno de la campaña política que termina. Si llega a la vicepresidencia del país dará todo de qué hablar en los próximos cuatro años, si no lo logra, con sus escasos 41 años, quedará en punta para seguir una carrera política que la llevará muy lejos.
Pero esto no es lo más importante. Lo más valioso es el significado que tiene su ascenso político. De ahora en adelante, un negro o negra, un indígena, un campesino, nacido en el más remoto lugar, en la más dura condición de pobreza, podrá soñar con llegar a los más altos cargos de la nación. Los nadies, como los llamó Francia, en esa variación potente del lenguaje identitario. Gentes que habían triunfado en el deporte o en profesiones poco visibles, pero muy poco o nada en la política.
Francia Márquez es un símbolo. El mito que en un abrir y cerrar de ojos se hace realidad. Por su inteligencia, por su carisma y por su persistencia, claro está. Pero también por el don de la oportunidad, por ese olfato que la llevó a estar en el lugar preciso, en el momento exacto en que los vientos de cambio sacudían al país.
Me encontré con esta mujer en un evento de la Fundación Friedrich Ebert Stitfung, en los días en que competía en la consulta para escoger el candidato a la presidencia por el Pacto Histórico. Me impresionó su certeza y su seguridad. En una conversación espontánea y fugaz respondió con gran economía de palabras a una pregunta que le hice.
Tenía algunas desavenencias con Gustavo Petro por la manera como se estaban configurando las listas al Congreso y le pregunté si pensaba buscar otro camino político. Me dijo que no se movería del Pacto Histórico, que tenía la misión de representar en ese movimiento a una multitud de personas que nunca habían tenido quien hiciera oír sus reclamos y sus aspiraciones.
Después me puse en la tarea de averiguar quiénes iban a sus reuniones y qué se sentía en los mítines, asambleas y manifestaciones que ella presidía. Se aglutinan feministas, ambientalistas, negros, indígenas, gais, lesbianas, trans, los diferentes, las minorías olvidadas o segregadas, es una representación del país ignorado o vejado. Eso me dijeron. Pero no se siente el dolor de la exclusión, sino la alegría de su reivindicación. Ella representa alegría y dignidad, me dijeron.
Después vi esa dignidad y esa alegría en sus respuestas a las ofensas que recibía en medio de la campaña. Como aquella al presidente Duque: “Lo que le incomoda al presidente de la República es que una mujer que podría estar en su casa trabajando como empleada del servicio vaya a ser su vicepresidenta”.
O lo que le dijo a Marbelle, después de que, en un singular acto de racismo, la cantante la comparara con King Kong y demeritara sus cualidades. Querida Marbelle –le dijo– no entiendo cómo me odias sin conocerme, cómo desconfías de mí si nunca hemos tenido la oportunidad de trenzar una relación de amistad.
No solo hay dignidad y alegría en sus respuestas. Hay inteligencia y conocimiento. En muy diversas entrevistas ha respondido con propiedad a las preguntas, sobre todo en los temas que han sido su obsesión: las afectaciones al medio ambiente, la equidad de género, la diversidad sexual, las brechas entre el centro y las regiones, la marginalidad social.
También ha metido la pata, como cuando dijo –enumerando los productos que estábamos importando debido a la crisis de la agricultura– que los huevos venían de Alemania. Pero esta es una metida de pata menor, comparada con las embarradas de los candidatos presidenciales en esta tragicómica campaña que hemos padecido.
No creo exagerar si digo que estamos ante una verdadera epopeya de una mujer negra, madre soltera, de un pueblo lejano, que tenía como destino más probable ser empleada del servicio en casa de ricos en esa Cali señorial. Con ella empieza, quizá, la gran epopeya de los nadies en una Colombia racista, excluyente y ferozmente desigual, que no ha logrado saltar al siglo XXI.
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