Por: Iván Gallo
Foto tomada de: El Español
En 1858 a Karl Marx le encomendaron escribir un artículo sobre Simón Bolívar para The new American Cyclopedia. El Libertador llevaba ya veinte años muerto y era indudable que la distancia histórica le empezaba a favorecer. Marx, europeo, celoso, acaso racista, escribió un libelo malintencionado que tenía como única intención bajar del pedestal a Bolívar. Citó a fuentes sospechosas de odiar a Bolívar como el coronel Hippesley, quien formó parte de la legión británica que combatió a su lado y al que después le negó el grado de brigadier general.
Lo que es impresionante es que un investigador de la agudeza de Marx no encontrara un solo mérito digno de ser mencionado sobre su biografiado. Le pareció poco, por ejemplo, que cinco naciones hubieran sido liberadas por su brazo, que, como afirma William Ospina en su libro En busca del Libertador, “ Ni siquiera valoró que una de las primeras luchas contra el colonialismo se hubiera librado y ganado en tierras latinoamericanas; que pueblos postrados por el despotismo y sometidos por la arbitrariedad se hubieran alzado del polvo y hubieran afirmado su dignidad y su orgullo contra una dominación tres veces secular”.
Mr Dana, el propio editor de la enciclopedia, le reclamaría a Marx lo mala leche que fue. A medida que pasan los años y a pesar de haber provocadores como Fernando Vallejo que minimizan sus campañas y su valor como guerrero burlándose de su tamaño (“Tenía una espadita así de pequeña”) Bolívar es una figura indiscutible. No hay plazas en ciudades de Latinoamérica que no lleven su nombre e incluso su figura ha sido usada por presidentes tan disímiles como Hugo Chávez o Álvaro Uribe Vélez.
Bolívar estuvo destinado a la grandeza. Era hijo de la clase alta caraqueña. Llegó a España a los 16 años, se hizo cercano a la familia real, se casó a los 19 con María del Teresa del Toro, se quedó viudo al poco tiempo, ahogó sus penas en Francia donde coincidió con su antiguo maestro, Simón Rodríguez, tal vez la primera persona en estas tierras en pensar en cortar de tajo la dominación española. Lo insufló de ideas en un país y un momento extraordinarios: Francia, diciembre de 1804. Estuvieron los dos ahí en el momento en el que Napoléon Bonaparte se coronaba como emperador. El, un corso cualquiera, lejos de estar insuflado por los dioses, cortaba de un solo tajo la dinastía de reyes franceses y ponía a temblar a las casas reales europeas. Los borbones no eran la excepción. Fernando VII era el rey de España en ese momento. Dos meses después de su coronación, en 1808, presionado por Napoleón, tuvo que renunciar en Bayona a sus derechos a la corona española.
Por esa época Bolívar ya había conocido a un hombre que, además de sus maestros Simón Rodríguez o Francisco Miranda, lo convenció que las condiciones estaban listas para la independencia de América. Se trataba de Alexander Von Humboldt quien durante un viaje de cinco años descubrió los tesoros naturales de la Nueva Granada, la Provincia de Quito, Cuba y Venezuela. El propio Napoleón lo recibió en sus palacios y al escuchar sus inigualables descubrimientos quiso apoderarse de ese imperio en ultramar. Bolívar afirmó que Humboldt había visto en cinco años lo que los españoles jamás vieron en tres siglos. El explorador le dijo en reunión sostenida en Viena a Bolívar que el Nuevo Mundo sólo podría cumplir su destino si lograba sacarse de encima el yugo español. El continente estaba maduro para esa empresa pero, Bolívar mismo le preguntó, ¿quién podría hacer esta revolución? Ante esta pregunta Bonpland, quien era el compañero de viaje de Humboldt, dijo una de esas frases que deben estar grabadas en hilos de oro en la historia de los pueblos: “Las mismas revoluciones producen grandes hombres dignas de realizarlas”.
Sería necio contar en la estrechez de estas páginas hablar de la campaña admirable, de las derrotas que sufrió Bolívar y su ejército cuando Napoleón perdió Europa y Fernando VII y los borbones retomaron el poder, no tenemos tiempo para hablar de las traiciones que sufrió en lo que después se conocería como Colombia y su ida a Jamaica donde tuvo la epifanía de una América Latina convertida en un solo país, su estadía en Haití y desde ahí la decisión de tumbar la reconquista encabezada por Pablo Murillo, el militar que acababa de ganarle la partida a Napoleón en Europa, su campaña por los Andes, caminando, como Aníbal por los Alpes, pero sin elefantes, por el Páramo de Pisba y sorprendiendo a las tropas realistas echándolas en 1820 y luego una larga y fatigosa disputa con Santander y todos los leguleyos granadinos que jamás le copiarían a Bolívar la idea de hacer de este continente, repartido en repúblicas, un solo país.
La importancia histórica de Bolívar la describe muy bien William Ospina en una de sus páginas más hermosas: “Hoy, viendo la magnitud de su victoria y de su leyenda, todos sentimos que Bolívar logró encarnar con asombrosa convicción el sueño de una época: fusionar el ideal de la independencia, anhelo de las colonias, con el ideal de la libertad: fundar repúblicas autónomas basadas en el nuevo orden político nacido de la Ilustración.” Allí donde estuviera Bolívar siempre estaría la República.
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