Por: Guillermo Segovia Mora. Columnista Pares.
En las últimas semanas, distintos dirigentes políticos, desde el liberalismo hasta la izquierda, han venido planteando la posibilidad de una convergencia hacia la determinación de un candidato único sobre la base de un programa de cambios. Algo normal y previsible en una democracia cuyo sistema electoral prevé y la realidad impone la definición presidencial en una contienda eleccionaria a dos vueltas.
Gustavo Petro, el candidato derrotado en las pasadas elecciones presidenciales con una histórica votación de centro izquierda, ha puesto sobre la mesa la necesidad de una «pacto histórico” para enfrentar el atraso, acceder a la modernidad y la nueva agenda de la humanidad, detener la violencia política y consolidar la paz con reformas sociales que incidan en la superación de la desigualdad. El jefe negociador de los Acuerdos de Paz con las Farc, Humberto De la Calle, recogió la iniciativa con la propuesta de una metodología que priorice la construcción de un programa de consenso entre fuerzas progresistas y reglas para definir candidato.
El más reciente pronunciamiento al respecto es el del congresista Iván Cepeda, quien, en medio de una formidable actuación judicial en torno a presuntos delitos del expresidente Álvaro Uribe, resultado de revertir ante los estrados un proceso iniciado en su contra, manifestó sus simpatías por Petro, pero en principio por “Un programa de transformación del país, un modelo de gobernabilidad, con mayorías parlamentarias y con proyecto estratégico para próximas décadas”.
Esta propuesta, normal y lógica desde un líder de fuerzas alternativas que compiten legítimamente por acceder al poder en los términos que la estructura constitucional y legal del país lo ordena, fue de inmediato satanizada por partidarios de la derecha, que se sustentan desde la base de que tienen escriturado el manejo del Estado. Posiciones comprensibles en gente del común pero sorprendentes en politólogos y analistas que advierten que tal posibilidad vaticina novedades y que hay que cerrar filas en favor de un establecimiento que ellos mismos cuestionan a diario por deficiente pero que les es más conveniente.
Es decir, de acuerdo con estos dictámenes, las fuerzas alternativas tienen vedada la posibilidad de aspirar a gobernar el país en su conjunto –ya lo hacen en algunas ciudades- y su participación no puede ir más allá del decorado necesario para que la, esa sí hegemónica alianza de fuerzas tradicionales clientelistas y en muchos casos criminales, continúe disponiendo del poder en el país a su antojo con los históricos niveles de exclusión, corrupción, injusticia y violencia.
Si no es para realizar un programa socio económico de cambio, para lo que se requiere una elección holgada y mayorías parlamentarias, y un proyecto estratégico, puesto que las fuerzas políticas, se supone, no van a cada elección dando palos de ciego, qué es lo que pretenden los ilustres cientistas políticos debería hacer una coalición de centro izquierda en las próximas elecciones y por qué no deberían converger en ella sectores que consideran menos radicales, término que es más un estigma que una definición ajustada a sus propuestas de avanzada.
En una democracia la alternación de corrientes políticas en el ejercicio del gobierno, desde la derecha actual a la centro izquierda que podría gobernar, y la posibilidad de transformaciones que diagnósticos irrebatibles señalan como inaplazables es una opción legítima enmarcada en los principios del pluralismo y la participación consagrados en la Constitución de 1991, carta que, en buena medida, constituye el fundamento de los cambios propuestos.
Tras siglo y medio de hegemonías de liberales y conservadores y sus guerras civiles, de medio siglo de exclusión del Frente Nacional y de un cuarto de siglo adicional de aniquilamiento de organizaciones políticas y sociales no adeptas al régimen de exclusión, la ascendiente posibilidad de una inflexión histórica hacia un gobierno que altere las prioridades sociales en favor de las mayorías nacionales y de atacar las raíces de la desigualdad encuentra una talanquera en quienes siguen concibiendo la democracia parte de su patrimonio.
Artimaña de quienes pretenden ahuyentar a los posibles aliados de una convergencia progresista preguntándoles si están dispuestos a acompañar una agenda de cambios, que muestran como abominables. Por el contrario, el interrogante que asoma frente a esos pánicos interesados, es si el gobierno, su partido y la coalición que lo acompaña, respetarán la legitimidad de una posible victoria electoral de signo contrario, o, con una parte del país ‘empeliculado’ con el cuento del ‘prechavismo’, pretenderán impedirla.
Grave preocupación en estos tiempos de zozobra que solo se disipará con una coalición progresista amplia, grandeza de los aspirantes y respaldo unánime al escogido, un programa ambicioso y atractivo para los votantes y una votación de indiscutibles mayorías.
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