Por: Germán Valencia
Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia
El derecho a la propiedad se ha configurado en Colombia como el más sagrado de los derechos, incluso por encima del derecho a la vida, a la libertad o a la búsqueda de la felicidad. Así lo ha dejado claro la ciudadanía a lo largo de la historia de su vida republicana, y lo ratifica, cada vez que puede, en los momentos más importantes de la discusión pública.
Un amor a la propiedad que ha servido en algunos momentos de la historia para impulsar la unión social y la cooperación, como ocurrió en el entorno de la constituyente de 1991, que sirvió para unir a las comunidades indígenas y los pueblos étnicos por el derecho a la propiedad colectiva de las tierras y la defensa de los saberes ancestrales.
Pero que también ha servido como excusa para que una parte de la población ejerza violencia contra otra. La historia del país está plagada de momentos en los que empresarios, terratenientes y hasta la misma iglesia se unieron para violentar a campesinos, colonos y trabajadores por defender sus tierras, causando –como pasó en la época de la Violencia– una gran barbarie.
O también, como ocurrió al final de siglo pasado y comienzo de este, cuando empresarios y terratenientes, de nuevo, conformaron grupos paramilitares para proteger sus propiedades contra la guerrilla, teniendo como consecuencia el terror que hoy está tratando de narrar la Comisión de la Verdad y superar la justicia transicional que se propone desde la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP).
Este sentimiento por la propiedad ha permitido, incluso, que hoy se mantenga vivo el miedo aterrador por un usurpador imaginario. Un temor interno que acompaña a cada individuo a que un líder político, una clase social o un país vecino, aparezca de la nada y le quite todas sus posesiones. Un terror a que algún día se levante de la cama y vea cómo sus brazos están vacíos y cómo otro le ha arrebatado sus bienes y propiedades.
Estamos ante un miedo irracional colectivo que desconoce casi quinientos años de historia política y progreso constitucional en el mundo. Desde la edad media –mucho antes de que se construyeran los derechos ciudadanos– la propiedad privada quedó fijada en mármol como un derecho fundante. Este se ha configurado como un derecho incuestionable, que está en la base de la sociedad actual.
De allí que la mayoría de los códigos civiles en el mundo –por no decir todos– se hayan encargado de dejar claro que la propiedad es un derecho natural, un asunto que no se discute ni se pone en duda. Un derecho primario sobre el que están establecidos todos los demás derechos subjetivos y de protección constitucional.
Un derecho natural que sirvió, posteriormente, para establecer otros derechos civiles, políticos, económicos y sociales, como los avances logrados con la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1779, y los demás que se tienen hoy, fruto de un largo proceso de siglos de luchas y reivindicaciones.
Pero el mundo también reconoce que durante todos estos siglos se ha logrado avanzar en construir otros derechos. Además de la propiedad se encuentran los derechos políticos a la libertad, la movilidad y la objeción de conciencia; y a elegir y ser elegido, entre otros.
Hoy es claro que todo ciudadano –incluso sin ninguna posesión– puede participar en la toma de decisiones en asuntos públicos. Que una persona pobre materialmente tiene el mismo derecho a votar que el más pudiente, incluso, se le permite aspirar a representar al pueblo sin que tenga una propiedad inmobiliaria o un patrimonio.
Sin embargo, en Colombia parece que la ciudadanía no ha evolucionado en el pensamiento de los derechos. Su población continúa atada a la defensa de la propiedad. Mantiene un amor desmedido por los derechos privados y un desconocimiento de los avances en los derechos políticos y colectivos.
La población se mantiene atenta a defender un derecho que no está en discusión. Como si no supiéra que en la Constitución Política se encuentra subrayado ese viejo derecho a la propiedad privada, al igual que otros, como el derecho al trabajo y a la vida.
Se les olvida que el mundo cambia y evoluciona, que la propiedad también debe cumplir una función social, ecológica, de protección de los derechos colectivos y de utilidad pública. Y que el Estado tiene la obligación de proteger –además de los derechos individuales y económicos– los derechos sociales a la justicia, la igualdad, la paz, el bienestar y la dignidad.
Pareciera que fuéramos sordos ante el llamado de la naturaleza al cuidado de la vida. A reconocer que los árboles, las plantas y los animales también tienen derecho a vivir y perpetuarse. A ampliar los derechos a una diversidad de sujetos, donde la naturaleza es uno de ellos.
En síntesis, estamos en un país que parece que se paraliza y no avanza en la defensa de los derechos ciudadanos de primera, segunda y tercera generación. Una ciudadanía que se mantiene atenta a defender unos derechos que, como el de la propiedad privada, no tienen discusión; mientras calla, o se mantiene aislada, ante la defensa de otros derechos colectivos y de interés social.
Un sentimiento de miedo que es aprovechado por los asesores políticos en las campañas electorales para desinformar, crear fobias y rumores entre la ciudadanía. Miedos infundados en los que caen los incautos y que llevan a que algunos políticos tengan que invertir tiempo yendo a una notaría a firmar una declaración juramentada en la que dicen que, si llegan al gobierno, se comprometen a no expropiar.
Miedos que, en conclusión, evidencian el desconocimiento que se tiene como ciudadanía frente al control político, la división de poderes y el control del Ejecutivo. Miedos que muestran lo poco sensibles que somos a los desequilibrios económicos y sociales. Miedos que desnudan lo egoístas que somos y lo poco que pensamos en el bienestar general.
* Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.
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