Foto de MinInterior
Vuelve la idea de reformar la política colombiana. Esta vez para desmontar el grave desequilibrio entre los poderes públicos que trajo la reelección presidencial aprobada en el mandato de Uribe; para intentar nuevas sanciones a fenómenos como la parapolítica y otras modalidades de ilegalidad y corrupción; para abrir la democracia y darle garantías de vida y de competencia limpia a las nuevas fuerzas que surjan de los acuerdos de paz; y para intentar una vez más fortalecer los partidos y acabar con la emergencia y consolidación de clanes políticos y microempresas electorales que hoy pervierten el oficio político.
La tarea es descomunal. Se trata en primer lugar de echar al suelo el mito de que tenemos la democracia más sólida y más persistente de la región y de reconocer que la política colombiana está atravesada por la violencia, las mafias y el clientelismo. Se trata de conjurar para siempre la tentación izquierdista de acudir a las armas para cambiar las instituciones y ofrecer mecanismos democráticos para realizar las transformaciones. Y se trata de ganarle por fin el pulso a las fuerzas de la extrema derecha que impidieron forjar una democracia moderna y vigorosa a la largo del siglo XX.
El presidente Santos acaba de presentar los primeros puntos de la reforma dentro de un proyecto de acto legislativo concertado con los partidos de la Unidad Nacional que tiene además cambios importantes para el aparato judicial; en el Congreso se escuchan otras propuestas de las bancadas de oposición; y el año próximo estaremos, quizás, en un referendo para aprobar los acuerdos de La Habana. Serán dos años de intensa discusión.
No es mucho lo que ofrece Santos en esta primera iniciativa, pero es un buen punto de partida que ojalá no se malogre en el trámite parlamentario. La prohibición absoluta de la reelección presidencial; la ‘silla vacía’ para sancionar a los partidos que elijan parlamentarios vinculados a la ilegalidad y a la corrupción; y la instauración de listas cerradas y bloqueadas a los cuerpos colegiados son tres medidas para corregir el zarpazo que Uribe la pegó a la constitución del 91 y a la política colombiana en sus ocho años de gobierno y para deshacer entuertos de las últimas reformas.
Ahí falta un mundo, faltan cosas esenciales: conquistar el respeto a la vida para los opositores y disidentes, aprobar un verdadero estatuto para la oposición, reformar el sistema electoral, democratizar los partidos políticos para que la lista cerrada no se convierta en una trampa, facilitar el acceso de todas las expresiones políticas a los grandes medios de comunicación. Muchos de estos cambios están enunciados en el punto dos de los acuerdos entre el gobierno y las Farc y se deberían empezar a discutir antes de que termine el año para ir creando un ambiente propicio para el referendo.
El primer bache que debe superar la ola reformista es el Congreso. La composición no ayuda. En el lado derecho está la bancada uribista que se opondrá con uñas y dientes a reformas clave para las paz y a grandes incentivos para la izquierda y para la pluralidad política. En el centro un grupo impresionante de parlamentarios herederos de la parapolítica y beneficiarios del clientelismo que se opondrán soterradamente a cambios que pongan en riesgo su poder regional y su presencia en la política nacional. Del lado de los cambios y las reformas solo queda, por convicción, un grupo influyente pero minoritario que deberá desplegar un liderazgo impresionante para sacar adelante las propuestas del presidente.Pero, aun suponiendo que el Congreso aprueba la reforma propuesta por Santos y que, además, la ciudadanía aprueba el referendo con los acuerdos de La Habana, no podemos cantar victoria. Falta lo más importante.
Falta una decisión de las elites políticas. Falta un gran movimiento por la renovación de la vida pública. Una fuerza capaz de convocar a la ciudadanía para que sancione en las urnas a los políticos corruptos, a los aliados de las mafias, a los beneficiarios del clientelismo. Falta que la ciudadanía se decida a imponer una sanción social y política a quienes se amparan en la ilegalidad y la violencia para acceder y conservar el poder político. Solo si los directores de los partidos —la mayoría de ellos gente decente y comprometida— se niega a admitir en sus filas y a dar avales a gente cuestionada o a sus herederos, aunque no se encuentren judicializados, es posible iniciar la reforma de los políticos, que es, sin duda, la gran tarea para transformar la vida pública del país.
Columna de opinión tomada de Semana.com
Comments