Guillermo Linero Montes
Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda.
Desde la fuerza visual que tiene un signo o varios signos que se juntan para formar lo que llamamos palabra, desde su sola impresión visual despojada de significado (pensemos en la palabra árabe خطر-) es natural que una palabra carezca de poder y nuestra experiencia acerca de ella resulte pasiva. Pero, de conocer su definición -por ejemplo, la del signo árabe citado- nos inquietaríamos y tal vez hasta saldríamos corriendo porque su mensaje es “¡peligro!”.
Una palabra puede provenir de la pura necesidad de calificar, identificar o discriminar algo, como es corriente en los procesos científicos. La palabra átomo, por ejemplo, fue concebida por Leucipo y Demócrito con el propósito de suplir la falta de un nombre para la primera interpretación lingüística de la materialidad del ente y su indivisibilidad. De hecho, átomo es una palabra construida a partir de una frase que describe de un modo inconfundible el fenómeno de la indivisibilidad: “sin cortar”.
Una palabra puede tener su origen en distintos campos del conocimiento, como la palabra resiliencia que, por ejemplo, en física describe la capacidad que tiene una hoja de papel para volver a recomponerse después de haber sido arrugada. En el campo de la ecología refiere la tendencia de un ecosistema a recuperarse después de alteraciones negativas producidas por causas naturales y, últimamente -desde el 2016-, la RAE le incluyó una nueva acepción para definir la capacidad que tiene una persona de levantarse y recomenzar su vida después de haber sido torturada, desplazada de sus territorios, o después de haber sido arrugada en su dignidad como a una hoja de papel.
Pero las palabras también dan nombre o significado a hechos producidos por la naturaleza o el azar, como la palabra tsunami que informa muy rápidamente, y sin explicaciones discursivas, acerca de la existencia de olas gigantes -con huracanes o temporales- producidas por un volcán al interior del mar y que podrían irrumpir tierra adentro y destruirlo todo. No en vano, y con justa razón, los poetas se ufanan del poder de la palabra como virtud de la pieza poética. En un poema de escasas palabras como el haikú -una pieza que exige para su concreción plástica un número de palabras que sumadas no excedan diecisiete sílabas- pueden los poetas decir aquello que ante la realidad percibida por nuestros sentidos pareciera estar cargado de muchos discursos.
Esa habilidad, digámosle poder, los humildes poetas se la endilgan a la palabra; pero es de ellos, es el poder de los poetas, el poder de los escritores y, buena o malamente, también el poder del discurso de los políticos y del diálogo cotidiano entre personas corrientes. Sin embargo, ese poder de la palabra –ya sea dado por el poeta o suscitado por la misma impresión visual o sonora de los signos lingüísticos- ha de tener un contenido proveniente de un hecho racional que lo justifique -como llamarle Calígula a un emperador que usaba cáligas -sandalias militares- o proveniente de un hecho meramente natural que lo explique, como las onomatopeyas que refieren eventos sonoros externos, usados para denotar acciones verbales semejantes: el sonido del rompimiento de una rama (crash) significa en efecto, romper o quebrar.
Nombrar y re-nombrar es un impulso innato a los seres humanos. Los romanos lo hacían en sus formalidades de derecho civil, asignándole hasta tres nombres a los ciudadanos. El primer nombre, denominado praenomen, debía escogerse entre los pertenecientes a sus antepasados; un segundo nombre, nomen, que tenía como objeto identificar al recién nacido por medio del nombre común de su familia; y un tercer nombre, que solía agregarse optativamente, bien por decisión propia -por homenaje a un familiar, por reconocimientos de honor- o bien por decisión de su entorno social -por remoquete, anécdota, etcétera-.
Los indios norteamericanos se asignaban nombres denotando un hecho anecdótico que involucrara especialmente al nombrado, o bien para resaltar sus virtudes: recordemos a los famosos jefes de la nación Sioux, “Caballo Loco” y “Toro Sentado”. Lo cierto y a la vez extraño, es que, tanto en el caso de los romanos, de los sioux y de los mismos españoles -de quienes descienden la mayoría de los apellidos colombianos- los nombres surgidos de hechos sociales singulares fueron para señalar, exaltándola o denigrándola, la conducta de una sola persona, aunque ello generara daños colaterales.
Sin embargo, de ahí en adelante el remoquete podría ser heredado por otras personas ajenas al hecho anecdótico, incluso habiéndose ya desdibujado el suceso que le dio origen. A finales del siglo XX, los herederos del apellido español Ladrón de Guevara, ante la necesidad de saber qué había robado su antepasado nominal, encontraron que la palabra ladrón, en el contexto de la época en que naciera el apellido Ladrón de Guevara, no significaba hurtar, pues correspondía a la frase latina “latro, nis”, que significa “sirviente pagado”, como lo habrá sido su antepasado en la casa o ciudad de los Guevara.
Por eso, frente a las nuevas palabras nacidas de un hecho social inesperado y resonante y cuyo uso se haya generalizado, las instituciones oficiales y la misma academia de la lengua han optado por validarlas sin mayores reparos. No obstante, cuando no ha sido así y la academia ha rechazado un término nuevo y se resiste a aceptarlo pese a que la afectación de ese hecho recién nombrado o el beneficio que presta es fuerte, más temprano que tarde terminará aceptándolo.
Que las palabras no son de los diccionarios ni de las academias, sino de los pueblos que las usan, lo saben muy bien los poetas; quienes, ante la necesidad de nombrar algo a lo cual no se le ha dado nombre, crean palabras cuidándose de no caer en aspavientos. Los poetas -que son los papás del lenguaje- no admiten discusiones sobre la fundación de palabras nacidas de un hecho relevante y visible, pues en su mundo esa licencia de crear palabras, es un derecho natural y cuando tales palabras terminan siendo asimiladas por lectores y parladores, hay que validarlas como parte de nuestra lengua.
Me refiero a palabras como “trilce” creada por César Vallejo, que es el resultado de la unión de dos términos, “triste” y “dulce” para definir un sentimiento muy parecido al que califica una palabra portuguesa preexistente, “saudade”. Meterse con ese poder es sumamente atrevido, va contra natura; porque, por encima de todo esto que he explicado, la verdad de la función de la palabra es la garantía del progreso cognitivo. La palabra sigue siendo todavía la herramienta más importante en todos los campos del saber. El poder de la palabra es el aseguramiento del progreso que, a su vez, es el aseguramiento del bienestar. Cuando usemos las palabras con libertad, habrá entonces bienestar y libertad.
Con todo, bien vale decir que abudinear es un verbo, no un apellido, ni tampoco un apodo. El apellido Abudinen, en calidad de apellido perteneciente a una familia, sigue y seguirá conservándose limpio y sano. Abudinen no es ni tiene por qué ser un remoquete de sanción moral, simplemente porque como apellido ya tiene registro con otra categoría de comportamientos ciudadanos distintos a los del verbo abudinear, que expresa acciones y procesos non sanctos. De modo que desde la buena fe -a parte de la exministra Karen Abudinen que aún no ha podido exculparse- todos los que lleven su apellido tendrán que ser dignos de nuestro respeto. Pero abudinear, en el siglo de la rapidez, como llamó al siglo XXI Italo Calvino, nos ahorra -y la RAE no puede impedirlo- el trabajo de contar una intrincada historia delincuencial con muchas palabras y en su defecto nos permite decirla con una sola que nos las narra igual o mejor: abudinear.
De facto, abudinear es sinónimo de robar, y lo seguirá siendo hasta cuando a la exministra se le demuestre en juicio lo contrario y termine siendo, tras las investigaciones judiciales, ajena al ruidoso robo. Pero de haber participado en el fraude al Estado, abudinear seguirá siendo lo que la gente ahora entiende que es, y por ello no deben afectarse las personas que porten el apellido Abudinen; pues, como ya lo he dicho, todos los apellidos son dignos de respeto.
No obstante, abudinear, y gracias al poder de la palabra, seguirá haciendo carrera -por senderos distintos al apellido Abudinen- en calidad de nuevo verbo; por cuanto los resultados algorítmicos de la real academia ya lo valoraron como de uso corriente; y así seguirá siendo hasta el día en que aparezcan los setenta mil millones de pesos perdidos.
*Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido su autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.
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