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Foto del escritorLeón Valencia

El plan de Santos contra las bacrim



El lunes pasado, el presidente Santos lanzó una nueva ofensiva contra el crimen organizado. Instaló el Comité de Seguimiento a Organizaciones y Bandas Criminales en el que participan cinco ministerios, incluido el de Posconflicto, y habló de intensificar la persecución mediante acciones coordinadas de la fuerza pública y la Fiscalía. Señaló que en su gobierno se han producido 19.000 capturas, se han neutralizado 59 cabecillas y se han incautado 10.000 armas.

Fue una señal para las negociaciones de La Habana, donde se discute un acuerdo integral para desmontar a los herederos del paramilitarismo y brindar garantías para la reintegración de las Farc a la vida civil; fue también una señal para Washington a donde viajaba a celebrar los 15 años del Plan Colombia y a solicitar un nuevo plan para la seguridad y la paz del país.

En septiembre de 2014 y en abril de 2015 se hicieron anuncios similares. Pero hay una falla en el diagnóstico y por eso hay una falla en los planes. Desde 2007, cuando se culminó la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia, se viene cometiendo el error de considerar a los grupos armados que los reemplazaron como simples bandas de narcotraficantes sin pretensiones sociales y políticas, sin arraigo en comunidades, sin nexos con empresarios y sin una penetración profunda en la fuerza pública.

Bandidos puros, a perseguir con la Policía y, eventualmente, con el Ejército. Bandidos, que no superan la cifra de 5.000. Bandidos, que se pueden desmantelar persiguiendo a sus jefes, en la estrategia de perseguir ‘objetivos de alto valor’. Bandidos nuevos que nada tienen que ver con los anteriores paramilitares, porque aquellos, dicen, se acabaron en la negociación del gobierno de Uribe.

Nada de eso es cierto o, mejor, nada de eso es totalmente cierto. A pesar de las capturas y las incautaciones, el portafolio de las organizaciones criminales en vez de achicarse se ha ampliado a una intensa labor de microtráfico en las ciudades, a grandes operaciones de minería ilegal, contrabando, extorsión, trata de personas y diversificación del lavado de activos e inversión en negocios legales.

La frase que hace algunos años pronunció Marta Sáenz Correa, entonces gobernadora de Córdoba, es realidad en muchos sitios del país. Dijo ella, que el principal empleador de los jóvenes en su departamento eran las bandas criminales. Hoy, esas fuerzas y esas actividades, sin duda, ligan a más gente que la caficultura y la ganadería que son las otras dos fuentes principales de empleo en el campo colombiano.

Hay variaciones muy importantes en las estructuras y en las alianzas de las bandas criminales. Han dejado atrás organizaciones verticales de alcance nacional y funcionan en redes, con pactos y confrontaciones aquí y allá, aferradas a mercados locales y a transacciones con empresarios, políticos y miembros de la fuerza pública en las regiones, pero vinculados también a enlaces transnacionales.

Sé bien que para el presidente Santos y para las Fuerzas Armadas resulta difícil reconocer abiertamente realidades como la grave persistencia de la relación entre legales e ilegales y el alcance económico y social que tienen las bandas; y resulta aún más difícil enunciar en las estrategias medidas concretas para deshacer el perverso entramado entre agentes del Estado, prestigiosos empresarios privados y poderosos criminales.

Hay una oportunidad de oro para reducir a su mínima expresión la criminalidad y la ilegalidad que las elites políticas deberían aprovechar. La paz con las guerrillas podría ser el escenario para poner en marcha un ambicioso plan integral contra los herederos de los paramilitares y contra todas las manifestaciones mafiosas del país.

Ocho puntos clave, un plan integral: uno, en conjunto con el sector privado trazar la ruta de sustitución de los mercados ilegales y criminales ofreciendo alternativas de empleo decente a los cientos de miles de colombianos que hoy sirven en esas actividades. Dos, una depuración completa de la fuerza pública. Tres, una depuración y reorganización de los partidos que hoy avalan sin pudor alguno a políticos con nexos ilegales. Cuatro, adelantar, en 11 zonas del país comprometidas en el posconflicto, dispositivos coordinados entre fuerzas pública y Fiscalía, para perseguir, cercar, capturar y judicializar a integrantes de las bandas, lo cual implica unidades especializadas en Policía, Ejército, jueces y Fiscalía, lo mismo que una gran dotación de recursos.

Cinco, diseñar una oferta de sometimiento a la justicia sin ningún viso de negociación política, pero con incentivos precisos para quienes abandonen las actividades criminales. Seis, insistir en el cambio de la política antidrogas poniendo el énfasis en la sustitución voluntaria de cultivos, en la despenalización del consumo y en el freno al tráfico internacional. Siete, perfeccionar la cooperación y los acuerdos con los gobiernos de la región para perseguir el crimen transnacional. Ocho, ampliar el Comité de Seguimiento a Organizaciones y Bandas Criminales a integrantes de la sociedad civil y a representantes de las guerrillas que firmen la paz, y establecer la conducción personal y permanente del presidente de la República en esta instancia.

Columna de opinión publicada en Revista Semana


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