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El mundo de ayer, el mundo de hoy

Por: Marta Ruiz*


En la quinta semana de cuarentena, he vuelto a leer la autobiografía de mi autor preferido, Stephan Zweig. Su título es de una pertinencia abrumadora: El mundo de ayer. Zweig era, en su treintena, un humanista y pacifista burgués, consciente del esplendor que se vivía en la Viena de principios del siglo XX. Aunque se escuchaban rumores de catástrofe (estas casi nunca llegan sin avisar), estaba imbuido en proyectos literarios de largo alcance. Aquellos parloteos sobre una posible guerra no parecían serios. No en la Europa de ese momento.


“Todo se tendía llano y claro ante mi vista en ese trigésimo segundo año de mi vida. El mundo se brindaba hermoso y sensato como una fruta sabrosa en ese verano radiante. Y yo lo quería por su presente y más aún por su porvenir. Pero he aquí que el 29 de junio de 1914 sonó aquel disparo en Sarajevo, que en un solo segundo destruyó en mil pedazos el mundo de la seguridad y de la razón creadora en que nos habíamos educado y en que habíamos vivido, y que era nuestra patria, como si se hubiera tratado de un cántaro de barro”.


Hago asociación libre. Me remito a uno de los libros de Yuval Noah Harari, Homo Deus, donde el influyente ensayista nos convence de que la sociedad actual le ha ganado la batalla al hambre, la guerra y la peste. En el horizonte del ser humano se vislumbra, por primera vez en centurias, el bienestar, la longevidad y hasta la inmortalidad. Pero he aquí que, como diría Zweig, en diciembre de 2019, en Wuhan, China, empezó la más grande pandemia de este siglo y muchas de las cosas que dábamos por seguras, estallaron en mil pedazos, como un cántaro de barro.


De vez en cuando es bueno recordar que estamos hechos de barro. Así sea de la arena cósmica que produjo el Big Bang. Por lo cual es lógico que el COVID-19 nos profundice cierta ambigüedad existencial. El mundo de ayer está desapareciendo ante nuestros ojos y no sabemos si el que viene será más o menos humano, más o menos democrático, más o menos feliz. Eso produce incertidumbre, al mismo tiempo que humildad. Es un momento de transición global.


Solo he experimentado algo similar en cuatro momentos anteriores: cuando vi arder el Palacio de Justicia en noviembre 1985 y tuve la sensación de que estábamos entrando en una época de barbarie. Cuando cayó el muro de Berlín a principios de los 90 y no sabía si el mundo después del socialismo sería mejor o peor para los pobres del mundo. Cuando se rompieron los diálogos de El Caguán en 2002, mientras nos ahogábamos en un baño de sangre. Y ahora.


No es una simple gripa. Nos ha costado meses entenderlo. No es un asunto solo de médicos y de curvas, vacunas, antivirales o inmunidades de rebaño. Las economías sufrirán la peor recesión de la historia y, en un sistema neoliberal como el que predomina en el mundo, las crisis las carga la clase trabajadora. Probablemente la geopolítica sufra un vuelco insospechado. La influencia de China crece en el mundo al ritmo del coronavirus, mientras es una incógnita como saldrán Estados Unidos y Europa de este asunto.


El impacto político y cultural, en todos los lugares de la tierra, será profundo y de largo plazo. Quizá esta no sea más que la puerta de entrada a un mundo que tendrá que convivir con virus desconocidos una y otra vez. Como aquel disparo en Sarajevo que resultó ser el portal de una etapa de guerras cuyas consecuencias resuenan hasta nuestros días.


Es probable que más tarde que temprano, la pandemia se aplaque. Aun así, no sabemos la magnitud del daño que dejará a su paso, ni el precio que tendremos que pagar por su control. Precio que se tasará en valores preciados: vidas, empleos, democracia, y por supuesto, el placer inconmensurable del contacto humano.


Madonna se equivoca mientras toma un baño


La pandemia les echa sal a las heridas más profundas de nuestras sociedades, que están atadas unas a otras, inexorablemente, por la globalización. La más enconada de ellas: la desigualdad. En eso Madonna se equivocó de cabo a rabo, desnuda, desde su bañera, cuando dijo a sus fanáticos que este virus era un gran igualador social.


Ataca a cualquiera, no hay que ser Madonna para saberlo. El problema es con qué capacidades cuenta cada país, grupo o persona, para enfrentarlo. Está claro que los países que mejor están lidiando con la pandemia son los que más pruebas han logrado hacer y más condiciones tienen de pagar el paro generalizado.


El virus sí discrimina en cuestiones de color y nacionalidad. En Chicago, por ejemplo, el mayor porcentaje de muertes por COVID-19 está en la población afroamericana, que es una minoría allí. En Nueva York, los mayores afectados son los latinos. Sabemos que los barrios de las afueras de París empiezan a arder de inconformidad, y en general, en las periferias de las ciudades cualquier chispa puede causar un incendio si el cierre de la economía se prolonga.


Claro que también entiende de género. Aunque las mujeres mueran menos que los hombres por coronavirus, ellas, en casi todos los países del mundo, están sufriendo un brutal incremento de la violencia doméstica, derivada del confinamiento.


Colombia no es la excepción a estas discriminaciones. En esta sociedad estratificada, con ciudades segregadas espacialmente por clases sociales, la mayor parte de las muertes, según la alcaldesa Claudia López, están en los barrios donde viven personas de estratos bajos: Engativá, Bosa, Kennedy. La plataforma de datos de la alcaldía muestra como los hospitales del sur y occidente de la ciudad están saturados en sus unidades de cuidados intensivos. No así las clínicas privadas más exclusivas del Norte.


Que mueran más personas pobres que de clases altas no tiene que ver necesariamente con los servicios de salud, sino con la calidad de vida que traen a cuestas, sus preexistencias, el hacinamiento en el que habitan, la imposibilidad de recluirse so pena de enfrentarse al hambre y la ausencia de los mínimos vitales. Somos una de las sociedades más desiguales del mundo. Una que apenas empieza afrontar los desastres que le ha dejado una larga guerra. Una herida sobre otra, al punto que ya no sabe cuál es la que más duele.


La pandemia deja al desnudo el problema del empleo “basura” que existe en Colombia. Los contratos con casi nula seguridad social son mas numerosos de lo que nos imaginábamos. El más trágico ejemplo es el de los médicos y enfermeras, hoy aplaudidos como héroes, cuyo trabajo por órdenes de prestación de servicios proviene de una mercantilización de la salud. Esta se ha concebido desde hace tiempo como un negocio, y no como un derecho fundamental, como quedó consagrado en la Constitución.


El espolio sistemático del sector salud nos está pasando una amarga factura de cobro. En los últimos 20 años se han desfondado en medio de la corrupción varias EPS, los hospitales fueron saqueados, y las redes públicas usadas como bolsas clientelistas. La inequidad, alimentada por una corrupción galopante, es un bocado de cardenal para el virus.


La desigualdad entre regiones es evidente. Bogotá tiene el mayor número de casos de infectados. Pero tiene los recursos y la gobernanza para afrontarlos. Ya vimos como se vive la pandemia en Chocó y Amazonas. En Guajira y Cúcuta. En una cárcel en Villavicencio o en un pueblo de Putumayo.


No Madonna. Este no es un igualador. Se comporta similar a la guerra y el hambre: se va de frente contra los más pobres, los que no tienen poder ni influencia, los que son considerados prescindibles por el mercado y por las sociedades profundamente instrumentales e individualistas: los viejos, los inmigrantes, los presos, etc.


Las víctimas, empobrecidas otra vez


No he visto reportes sobre cómo les va a las víctimas del conflicto con la pandemia. Pero puedo asegurar que muchas de ellas están pasando hambre. Hacinadas en la ciudad, hacen parte de esa gran masa de rebuscadores. Quienes están en el campo, se quedaron esperando la implementación vigorosa de los Programas de Desarrollo Rural con Enfoque Territorial, PDET. Si estos se hubieran implementado a tiempo, serían una oportunidad para las familias rurales más golpeadas por el conflicto armado interno. Ellas podrían brindarles a las ciudades la seguridad alimentaria que necesitan. Muchas de las víctimas son de hecho