Por: Iván Gallo - Editor de Contenidos

Alguna vez le preguntaron a José Luis Quiñonez si no tenía miedo que lo mataran. Las cifras condenaban a los líderes ambientales en el país. Cualquier predio que se quisiera preservar podría ser la excusa para que el patrón de turno diera la orden. Pero hay vocaciones que ningún miedo puede doblegar. El de luchar por la comunidad es uno de ellos. José Luis Quiñonez Villafañe tenía mucho que perder. Vivía feliz en una casa en arriendo en la zona rural de Tamalameque, Cesar, con su esposa, sus dos hijos.
El 2 de agosto del 2022 su familia lo había invitado a una fiesta en el corregimiento de Puerto Boca, Cesar. Decidió quedarse a descansar. Las últimas semanas habían traído consigo la brutalidad del trabajo comunitario. Había organizado a 200 familias en Tamalameque para recuperar la hacienda La Pola. A sangre y fuego el paramilitar y narcotraficante Víctor Manuel Mejía Munera se había apoderado de ella. Tenía cuatro apodos, le decían “Pablo Arauca” “El mellizo” “Chespirito” o “Pablo Sebastián”. Tenía una guardia pretoriana que, después de su muerte en el 2008, se convirtió en una banda delincuencial. Le decían “Los nevados”. Cuando la policía lo mató no desapareció su legado de injusticia y muerte. La Fiscalía confiscó sus tierras entre las que se contaba La Pola, y aunque le aplicó la extinción de dominio no le podían devolverle a las 200 familias la tierra. En el Cesar siempre la tierra ha sido un tema tenebroso. La tierra y el reparto de ella.
José Luis Quiñonez no tenía miedo de que lo mataran a pesar de que en el Cesar todavía asesinan por conservar la tierra. Así habían matado a comienzos del 2022 a dos hombres que lideraron la recuperación de tierras en San Martín, Cesar. Se llamaban Teófilo Acuña y Jorge Tafur. Cometieron el pecado de denunciar a terratenientes ambiciosos que no querían soltar lo que no era de ellos. Los mataron.
Esas tierras en San Martín pertenecían a una gran ciénaga en la que Acuña, Tafur y el mismo Quiñonez estaban empeñados en recuperar. Ellos pertenecían a la Comisión de Interlocución del Sur de Bolívar, Centro y Sur del Cesar. La ciénaga es vida. Habían peces, aves, un cuerpo de agua que proporcionaba frescura en medio de un clima realmente ardiente. Pero los paras llegaron a comienzos de este siglo y llevaron la muerte al Cesar. Eran los hombres del Bloque Norte de Jorge 40 y el frente Hector Julio Peinado. Con ellos llegaron narcos como Mejía Múnera, cobijados por su ala de metralla. No sólo masacraron pueblos enteros, también mataron la fauna, la flora.
Donde habían ciénagas pusieron pastizales para que tragaran sus ganados. En un artículo de Mongabay, que se publicó unos días después del asesinato de Quiñonez, se explica la nefasta influencia que causó en las ciénagas la ocupación paramilitar:
“Durante el conflicto armado existieron transformaciones en los ecosistemas, especialmente en las ciénagas que comprenden el complejo de Zapatosa. Esta zona tiene unos playones que en épocas de lluvia se inundan, permitiéndoles a las comunidades pescar y, en las temporadas secas, sembrar cultivos que no superen los tres meses, sin afectar el ecosistema. “Nosotros pescamos y cultivamos según la época del año, cuidando el territorio porque el territorio es vida”, afirma otra persona de la Comisión que por razones de seguridad prefiere omitir su nombre.
Durante la expansión paramilitar, y especialmente tras su desmovilización, terratenientes empezaron a desecar las ciénagas, preparándolas para la cría de vacas y búfalos, además de pequeños monocultivos de maíz”.
Quiñonez quería volver a ordenar lo que alguna vez devastaron los violentos. Pero no lo dejaron.
Ese 2 de agosto del 2022 José Luis Quiñonez se había despertado madrugado, como siempre. Se fue a visitar, según recuerda Verdad Abierta, los predios de Matarredonda y Machín Berlín. Un año atrás 150 familias habían regresado a ella esperando volverla a convertir en lo que siempre fue: una ciénaga donde se pescaba, se respiraba. Sobre el mediodía regresó a su casa. Adentro no se podía ni respirar. Como suele pasar en lo que, desde Bogotá y casi que de manera despectiva llaman “La Colombia Profunda”, la energía eléctrica se había ido. Era un domingo caluroso y triste. La pereza volví a ser el Pecado Capital predilecto. Por eso José Luis Quiñonez se tendió en una hamaca a esperar que algún frescor lo tocara.
La comunidad aún recuerda lo que sucedió. Dos hombres llegaron en una Yamaha roja. Eran las 3:30, tenían tapabocas y el casco puesto. Nunca se lo quitaron, ni siquiera cuando dispararon. A Quiñonez le pegaron dos tiros, uno en el pecho y otro en el cuello. Alcanzó a correr hasta su casa. Esperó diez minutos hasta que los asesinos se fueron. Luego, mientras intentaba abrir la reja de su casa, cayó muerto.
Desde entonces no se sabe la verdad. Se cree que hubo una alianza entre paramilitares y ganaderos de la región. Ahora son pocos los que se animan a tomar la posta, a seguir luchando por recuperar la tierra, por devolverle la dignidad a la gente.
Eventos como la Cop 16 deben servir para poner el tema en el centro de la agenda. Viendo las condiciones de sequía, los incendios que están borrando bosques enteros en todo el continente, el tema debe ser uno solo: la defensa del medio ambiente y la protección de los hombres que dan su vida por la naturaleza.
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