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El fracaso de la política de seguridad de Duque

Por: Lina Macías. Coordinadora de Proyecto Mecanismos de Protección y Seguridad Pares.


En las dos últimas semanas, y especialmente tras el trágico asesinato de María del Pilar Hurtado, lideresa social en Tierralta, Córdoba, ha dado la vuelta al mundo el aumento de homicidios de líderes y lideresas sociales y excombatientes de Farc-EP en algunas zonas de nuestro país.

Según el SIPARES, las zonas críticas de violencia contra líderes sociales son Cauca, Antioquia, Norte de Santander, Nariño y Caquetá; y es paradójico que en los territorios en los que avanza la presencia de la fuerza pública, se mantienen los altos niveles de amenazas y agresiones contra “lo mejor de la sociedad colombiana” como los denominó la artista plástica Doris Salcedo.


Estos hechos contrastan con los infructuosos esfuerzos del presidente Iván Duque y su equipo de gobierno por controvertir la sistematicidad del fenómeno y asegurar en sus visitas internacionales que se ha logrado una reducción de 32% de la tasa de homicidios comparado con el gobierno anterior, cifra que no contempla aún 76 casos por verificar, según el Informe Anual de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos sobre la situación de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario en Colombia.


Asimismo Duque ha asegurado que las medidas de protección a líderes sociales por parte del Estado se han activado a cabalidad pese a que las instancias responsables han sido convocadas de manera tardía y principalmente por situaciones específicas de crisis.


Un modelo de seguridad fallido


De esta forma se pueden apreciar con claridad dos realidades: por una parte el Estado y su fuerza pública han fracasado en el intento por revertir la criminalidad que azota los territorios, además también han fracasado en su deber de proteger, tanto el cumplimiento del Acuerdo de Paz como a los líderes y lideresas sociales, defensores de derechos humanos y las comunidades que están implicadas en este proceso de recomposición territorial.


Lo que hemos presenciado desde agosto de 2018 hasta los últimos días, es la paulatina implementación de un modelo de seguridad guiado por la doctrina militar del “enemigo interno”, donde las acciones se enfocan en reforzar la militarización de los territorios, como se establece en la Política de Defensa y Seguridad anunciada en febrero del presente año.


En dicha política se propone el “despliegue de la fuerza pública” a partir del establecimiento de las Zonas Estratégicas de Intervención Integral (ZEII) y las Zonas de Construcción de Legalidad (ZCL) las cuales, al parecer, corresponden a gran parte de los territorios de antiguo control de las FARC-EP y otros grupos armados.


Otro factor que compone esta política oficial de seguridad es la persecución de los disidentes del pensamiento oficial como las propuestas hechas por el ministro de defensa, Guillermo Botero, de consolidar una ley estatutaria para la regulación de la protesta social y declaraciones en la página oficial del Ministerio y en redes sociales donde se argumenta que “los líderes sociales que son asesinados por grupos armados ilegales son, en su mayoría, criminales dedicados al narcotráfico”.

Esta afirmación, que aunque fue corregida rápidamente debido a la presión de la sociedad civil e importantes figuras políticas, se disfrazó como un error del equipo de comunicaciones de dicha entidad, sin embargo, no deja de ser una clara muestra de la percepción oficial sobre el liderazgo social e intensifica la estigmatización hacia organizaciones, líderes y defensores de derechos humanos.


Este enfoque hace que la ciudadanía no perciba la seguridad como un derecho que debe ser exigido en el marco del goce efectivo de los derechos fundamentales, sino como una imposición del Estado donde la seguridad es un servicio agenciado por “otros” y que justifica incluso prácticas ilegales como la conformación de estructuras criminales paralelas a las fuerzas de seguridad, la represión de las movilizaciones sociales, la desaparición forzada de disidentes, interceptación de las comunicaciones, la tortura y el asesinato político.


No hay una política integral de protección


Bajo esta lógica, las medidas de protección hacia los líderes y lideresas sociales no son una prioridad dentro de la agenda de seguridad del actual gobierno, entendiendo que en su discurso oficial han construido una imagen pública de los líderes y defensores de derechos humanos como colaboradores de grupos delincuenciales, minimizan la problemática a “líos de faldas” o ciudadanos “no gratos” que entorpecen con sus denuncias y cuestionamientos infundados el desarrollo de los grandes proyectos económicos del país.


De allí que su prioridad no es consolidar una política integral de protección con plenas garantías del derecho a la seguridad, y que busque identificar las causas estructurales de la situación de riesgo, como son la relación entre grupos delincuenciales y grandes grupos de poder político a nivel regional y local o la ausencia de presencia integral del Estado a nivel territorial (instituciones, recursos, condiciones de seguridad).


Esa ausencia de una estrategia integral de protección ha facilitado históricamente conflictos por la apropiación de recursos, tierras o el control territorial, y ha limitado su gestión a medidas reactivas de seguridad inmediata donde priman los registros del caso y algunas disposiciones materiales como chalecos, celulares, etc. por cortos periodos de tiempo hasta que cese o disminuya la situación de crisis. Esta visión reduccionista de la problemática y su malograda estrategia no se armoniza en lo pactado tras el Acuerdo de Paz, donde se realizó un importante avance conceptual sobre lo que significa un líder, lideresa, defensor o defensora social: se entiende “como aquella persona que se dedica a promover y procurar la protección y realización de los derechos humanos y la libertades fundamentales en los planos nacional e internacional, tanto de forma individual como colectiva” (Directiva 002 de 2017, Parágrafo Segundo).


Esta disposición plantea una obligación al Estado y un reto a la ciudadanía, y es trascender de las medidas remediales de protección a la prevención de los contextos de riesgo que viven los líderes sociales y sus comunidades dándoles plenas garantías para el desarrollo de sus actividades, procesos de incidencia y la representación que realizan en sus territorios.


Es contraproducente, tanto para el presidente Duque como para su equipo de gobierno, seguir haciendo caso omiso ante la crítica situación de los líderes, lideresas sociales y defensores de derechos humanos, una calamidad que días a día produce más indignación nacional e internacional. Abordar esta problemática a partir de las viejas prácticas de la “seguridad democrática” donde la consigna del terrorismo, la estigmatización y la militarización de los territorios es la solución de la ola de criminalidad regional.


El gobierno de Duque parece no entender que el país ha tenido cambios y que han emergido nuevas ciudadanías y sectores políticos que le apuestan e impulsan cada día por poder implementar adecuadamente un Estado Social de Derecho, donde la protección se edifique en verdaderas condiciones sostenibles de seguridad para aquellos que realizan la tarea más inverosímil en nuestra sociedad: defender nuestros derechos, nuestros territorios, nuestra posibilidad de vivir en paz.

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