Ocurre una gran tragedia en Urabá. Un helicóptero Black Hawk que perseguía a integrantes de la banda criminal los Urabeños, liderada por los hermanos Úsuga, se viene al suelo y mueren 16 policías. Inmediatamente el expresidente Álvaro Uribe Vélez dice: “Tumban helicópteros, asesinan soldados y policías y el gobierno aumenta su actitud complaciente”.
Después agrega: “Altos oficiales de las Fuerzas Armadas confirman en privado derribamiento terrorista de helicóptero, gobierno los silencia”.
Entonces el presidente Santos, el ministro de la Defensa y el director de la Policía empiezan a responder y dicen que la más probable causa de la caída del helicóptero es el mal tiempo de la zona donde estaba operando. Que está descartado que lo hubiesen derribado a tiros. Que no se debe hacer política con estos hechos dolorosos.
El debate se enciende y ya van diez días donde los medios registran los hechos. Pero las víctimas, los policías que murieron cumpliendo su deber, han pasado a un segundo plano, el lugar principal lo ocupa la polémica, la disputa por quién tiene la verdad en este triste episodio.
Oigo las discusiones en la radio, veo las controversias en televisión, leo columnas y artículos y quedo con la sensación de que gana el uribismo y pierde el gobierno. No es nada categórico, solo se ha impuesto la duda y además se ha dejado en el aire cierta culpabilidad de Santos y del director de la Policía en la tragedia, cierta responsabilidad directa en los hechos, por “la complacencia”, porque adelantan unas negociaciones de paz, porque no planean bien estas operaciones…
Entonces es cuando siento indignación con estas cosas, por la manera como se retuerce la historia, por la desvergüenza con la cual un político en función de opositor olvida sus grave responsabilidad en lo que ocurre ahora en Urabá. En medio de la incomodidad, de la repulsa que me causa esa manera de hacer política, veo pasar la película completa de la zona bananera.
Estos Úsuga, estos Urabeños, son la herencia de un modelo de control político, social, económico y territorial de los paramilitares, forjado en los años noventa del siglo pasado en Urabá, cuando Álvaro Uribe ejerció como gobernador de Antioquia, y también son el rezago de las negociaciones que el propio Uribe realizó con las Autodefensas Unidas de Colombia.
Ya es suficientemente conocido que entre 1994 y 1998 se tejió una alianza entre el grupo de Carlos Castaño al cual pertenecían estos Úsuga, líderes políticos vinculados a Uribe, empresarios del banano y la ganadería, militares encabezados por Rito Alejo del Río y toda suerte de agentes del Estado. Esas fuerzas impusieron un férreo control de la zona y produjeron una escalada indecible de muerte y de terror. Uribe la denominó “la pacificación de Urabá”.
De estos aliados, algunos, la minoría, se desmovilizaron con la negociación de las autodefensas; otros fueron a parar a las cárceles acusados de parapolítica o paraeconomía; y está el caso del general Rito Alejo del Río condenado a 25 años por el asesinato del campesino Mario López Mena.
Pero el modelo sobrevivió, la alianza persiste bajo nuevas condiciones y con nuevos liderazgos. Es una herencia maldita. En Urabá opera un pacto entre la ilegalidad y la legalidad, con una novedad, sectores de la guerrilla ahora están ahí.
Los Úsuga y su grupo, que en tiempos de la expansión paramilitar fueron enviados por Castaño a los Llanos Orientales, retornaron a la región y allí montaron su retaguardia y se convirtieron en la principal banda criminal del país con presencia directa en diez departamentos y con alianzas con 97 grupos que operan en otras regiones.
La diferencia, la gran diferencia, es que ahora se empieza a generar una actitud distinta del Estado frente a este modelo, frente a esta alianza. En los tiempos de Uribe como gobernador o como presidente, nunca, óigase bien, nunca, se hicieron grandes operaciones policiales y militares, ni la Justicia se jugó entera a desbaratar el fenómeno en Urabá.
Ahora, desde Bogotá se adelanta una gran ofensiva que ha llevado a la cárcel a cientos de integrantes de la banda. Operación Agamenón, la llaman. También la Fiscalía adelanta procesos contra más de 600 funcionarios públicos vinculados con las bandas criminales, la mayoría de ellos policías y militares. Es todo lo contrario de lo que dice Uribe, es ahora cuando se está rompiendo “la complacencia”.
Es poco probable que los Urabeños hayan derribado el helicóptero. La movilización aérea ha sido la gran ventaja del Estado sobre los irregulares, los fusiles solo alcanzan 500 metros por tiro efectivo, los Black Hawk tienen un superblindaje en el piso. Pero el gobierno debió decir que la posibilidad existía, cuestión que en lugar de vergüenza es honor; que la Policía Nacional estaba cumpliendo en esa zona deberes sagrados del Estado que antes no se cumplían; que era un acto heroico en contraste con las alianzas de otros funcionarios del Estado con ilegales.Ocurre una gran tragedia en Urabá. Un helicóptero Black Hawk que perseguía a integrantes de la banda criminal los Urabeños, liderada por los hermanos Úsuga, se viene al suelo y mueren 16 policías. Inmediatamente el expresidente Álvaro Uribe Vélez dice: “Tumban helicópteros, asesinan soldados y policías y el gobierno aumenta su actitud complaciente”.
Después agrega: “Altos oficiales de las Fuerzas Armadas confirman en privado derribamiento terrorista de helicóptero, gobierno los silencia”.
Entonces el presidente Santos, el ministro de la Defensa y el director de la Policía empiezan a responder y dicen que la más probable causa de la caída del helicóptero es el mal tiempo de la zona donde estaba operando. Que está descartado que lo hubiesen derribado a tiros. Que no se debe hacer política con estos hechos dolorosos.
El debate se enciende y ya van diez días donde los medios registran los hechos. Pero las víctimas, los policías que murieron cumpliendo su deber, han pasado a un segundo plano, el lugar principal lo ocupa la polémica, la disputa por quién tiene la verdad en este triste episodio.
Oigo las discusiones en la radio, veo las controversias en televisión, leo columnas y artículos y quedo con la sensación de que gana el uribismo y pierde el gobierno. No es nada categórico, solo se ha impuesto la duda y además se ha dejado en el aire cierta culpabilidad de Santos y del director de la Policía en la tragedia, cierta responsabilidad directa en los hechos, por “la complacencia”, porque adelantan unas negociaciones de paz, porque no planean bien estas operaciones…
Entonces es cuando siento indignación con estas cosas, por la manera como se retuerce la historia, por la desvergüenza con la cual un político en función de opositor olvida sus grave responsabilidad en lo que ocurre ahora en Urabá. En medio de la incomodidad, de la repulsa que me causa esa manera de hacer política, veo pasar la película completa de la zona bananera. Estos Úsuga, estos Urabeños, son la herencia de un modelo de control político, social, económico y territorial de los paramilitares, forjado en los años noventa del siglo pasado en Urabá, cuando Álvaro Uribe ejerció como gobernador de Antioquia, y también son el rezago de las negociaciones que el propio Uribe realizó con las Autodefensas Unidas de Colombia.
Ya es suficientemente conocido que entre 1994 y 1998 se tejió una alianza entre el grupo de Carlos Castaño al cual pertenecían estos Úsuga, líderes políticos vinculados a Uribe, empresarios del banano y la ganadería, militares encabezados por Rito Alejo del Río y toda suerte de agentes del Estado. Esas fuerzas impusieron un férreo control de la zona y produjeron una escalada indecible de muerte y de terror. Uribe la denominó “la pacificación de Urabá”.
De estos aliados, algunos, la minoría, se desmovilizaron con la negociación de las autodefensas; otros fueron a parar a las cárceles acusados de parapolítica o paraeconomía; y está el caso del general Rito Alejo del Río condenado a 25 años por el asesinato del campesino Mario López Mena.
Pero el modelo sobrevivió, la alianza persiste bajo nuevas condiciones y con nuevos liderazgos. Es una herencia maldita. En Urabá opera un pacto entre la ilegalidad y la legalidad, con una novedad, sectores de la guerrilla ahora están ahí.
Los Úsuga y su grupo, que en tiempos de la expansión paramilitar fueron enviados por Castaño a los Llanos Orientales, retornaron a la región y allí montaron su retaguardia y se convirtieron en la principal banda criminal del país con presencia directa en diez departamentos y con alianzas con 97 grupos que operan en otras regiones.
La diferencia, la gran diferencia, es que ahora se empieza a generar una actitud distinta del Estado frente a este modelo, frente a esta alianza. En los tiempos de Uribe como gobernador o como presidente, nunca, óigase bien, nunca, se hicieron grandes operaciones policiales y militares, ni la Justicia se jugó entera a desbaratar el fenómeno en Urabá.
Ahora, desde Bogotá se adelanta una gran ofensiva que ha llevado a la cárcel a cientos de integrantes de la banda. Operación Agamenón, la llaman. También la Fiscalía adelanta procesos contra más de 600 funcionarios públicos vinculados con las bandas criminales, la mayoría de ellos policías y militares. Es todo lo contrario de lo que dice Uribe, es ahora cuando se está rompiendo “la complacencia”.
Es poco probable que los Urabeños hayan derribado el helicóptero. La movilización aérea ha sido la gran ventaja del Estado sobre los irregulares, los fusiles solo alcanzan 500 metros por tiro efectivo, los Black Hawk tienen un superblindaje en el piso. Pero el gobierno debió decir que la posibilidad existía, cuestión que en lugar de vergüenza es honor; que la Policía Nacional estaba cumpliendo en esa zona deberes sagrados del Estado que antes no se cumplían; que era un acto heroico en contraste con las alianzas de otros funcionarios del Estado con ilegales.
Columna de Opinión publicada en Revista Semana
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