Por: Guillermo Linero
Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda.
Cuando era niño leí un libro de prosas curiosas. Recuerdo especialmente una de ellas titulada: “Un hombre que odiaba la guerra inventó la dinamita”. Se trataba de la biografía sintetizada para niños del inventor Alfred Nobel. En aquellas páginas se daba cuenta de cómo al célebre sueco, en su tiempo (segunda mitad del siglo XIX), se le vanagloriaba igual que a un héroe. Todo como reconocimiento a sus aportes a la armamentística; es decir, por haber empoderado bélicamente a los seres humanos.
En dicho texto, del cual no preciso su autor, se enfatizaba el arrepentimiento que le sobrevino a Nobel cuando, tras haber perfeccionado muchas armas de fuego, comprendió que matar era malo. Una conducta –la de matar– elementalmente obvia en su negatividad, pero, paradójicamente, muy natural en su originaria justificación, que todavía hoy la licencia: el principio de la legítima defensa. Incluso, bajo los preceptos morales de nuestras familias –por sagradas que estas sean– y bajo el amparo de las leyes –por justas que estas parezcan–, ese principio valida la conducta negativa de matar.
Lo cierto es que Alfred Nobel, consecuente con el miedo o instinto animal que se despierta cuando nos encontramos en la extrema necesidad de salvar nuestras vidas, se dedicó mucho tiempo –qué cosa tan extraña– a investigar sobre cómo hacer daño a los otros para protegernos a nosotros. En efecto, se empeñó en la creación y perfeccionamiento de armas de fuego, y a concebir mecanismos para controlar y manejar explosiones altamente destructivas. Para ello, Nobel hizo a un lado la construcción de poemas que, junto a la medicina y a la química, era una de sus nobles pasiones.
No obstante, al final de sus años, Alfred Nobel decidió pedir perdón y reponer los daños ocasionados a la humanidad con sus inventos. En consecuencia, optó por dejar parte de su patrimonio, exclusivamente, para la organización de un premio dirigido a los médicos, a los químicos y a quienes –cualquiera fuera su perfil profesional– hicieran cosas o desempeñaran actividades contrarias al favorecimiento de la guerra.
Resulta por ello muy coherente que el principal de esos premios –o el más promovido– sea el premio a la paz; y resulta razonable también que lo reciban personajes que, habiendo trabajado para la guerra –como el mismo Alfred Nobel lo haría en calidad de inventor–, se hubieran cambiado al bando de quienes le apuestan a la paz. No en vano, los otros premios –el de medicina, química, física y el de literatura– tienen como condición implícita que sus resultados sean la defensa de la vida.
Difícilmente a un médico o a un científico –aparte de las excepciones como los sujetos Knox, Oppenheimer o Mengele– se le pase por la mente desarrollar invenciones e ideas contrarias a la esencia de sus profesiones, como es el salvamento de la vida. Y son bastante raros los escritores que, siendo considerados “buenos”, no develen las crudezas de la realidad ni procuren ennoblecernos frente a ellas. Basta echar una ojeada a los premios nobel en la línea de la Historia para confirmar que la academia sueca no ha perdido el norte con respecto a ese propósito noble de Nobel: matar la guerra animando la paz.
Vistas las cosas así, resulta muy fácil comprender las razones por las cuales, a ciertos, o mejor, a puntuales escritores de la talla de Jorge Luis Borges, por ejemplo, se les haya negado la codiciada medalla de la academia sueca. Sencillamente porque en sus obras, siendo lo mejor de lo mejor, no connotaban, a juicio de la academia sueca, la defensa de la vida, y porque, en calidad de personas, nada hicieron para promoverla o impedir que otros la aniquilaran.
Sin lugar a dudas, esa política de los organizadores y jurados de los premios Nobel es discriminativa; pero también es clara su fidelidad a la voluntad del testador Alfred Nobel, que así lo dejó predicho. Por esa misma razón, los premios de literatura parecieran escogerse más por las actividades críticas y sociales de las personas opcionadas, que por sus aportes estrictamente artísticos. De tal suerte, si hay escritoras o escritores galardonados con semejante premio y no parecieran haberlo merecido por su medianía imaginativa, lo han recibido por cumplir cabalmente con la exigencia suprema de Alfred Nobel: apostarle a la paz.
Encontrar escritores que, además de ser muy creativos, sean también activistas sociales es muy limitado. García Márquez es un buen ejemplo de ello, como lo es el escritor africano, Abdulrazak Gurnah, que acaba de recibirlo. A Gabo se lo dieron “por sus novelas y cuentos, donde lo fantástico y lo real se funden en la compleja riqueza de un universo poético que refleja la vida y conflictos de un continente” y a Abdulrazak Gurnah “por su conmovedora descripción de los efectos del colonialismo”.
Ahora, pensando en nuestros escritores de habla hispana, novelistas, poetas y ensayistas, aquí en Colombia tenemos una figura sobresaliente que, a la fecha, cumple con ambos requisitos y que la academia ha mirado de soslayo: me refiero al poeta Juan Manuel Roca. De hecho, no hay una sola comunidad de poetas o escritores hispánicos que desconozca la calidad de su obra o que no sepa de su nombre como el de alguien ligado a la crítica social en favor de un mundo mejor.
Con todo (y de ahí la amplia opción para el poeta Roca), la verdad es que los premios Nobel son excluyentes desde su concepción y no reconocen a los buenos escritores –digámoslo así– de derecha; ya sea porque al describir un mundo leonino no lo cuestionan tácitamente –aunque el arte es denunciante en sí mismo–, o porque en algunos casos al exhibir dicho mundo parecieran más bien consentirlo en su dimensión de injusto. Los escritores de este “perfil inconsecuente”, difícilmente pueden aspirar al premio Nobel, porque están lejos de la última voluntad de quien los concibió para promover la paz. Lo que, en términos de una interpretación plegada al texto de la ley, implicaría de parte del posible galardonado una acción social crítica en contra de los escenarios violentos o guerreristas, o como lo suscribió el propio Nobel: “que haya realizado el mayor beneficio a la humanidad”
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