Por: Guillermo Segovia. Columnista Pares.
La Navidad me gusta, como a muchísima gente, por la tradición familiar, la luminosidad y el festejo, la natilla y los buñuelos, los abrazos y regalos, las expresiones de solidaridad, generosidad y afecto y el pretérito enigmático que la envuelve. No me gusta, como a tanta otra, por la retahíla de la novena, el sonsonete de los villancicos, la rezadera autómata, el festín de los mercachifles, las falsas promesas, las frases hipócritas y el embuste de gozársela como una costumbre idólatra, simulando lealtad a una historia fraudulenta inventada y fomentada para mantener fiel al rebaño.
La Natividad, en sus manifestaciones simbólicas, es una de las tantas invenciones, a través de los siglos, de los “sumos pontífices”, “santos” y “santas” y curas y monjas para dar cuerpo doctrinario y ritual a la religión católica. Sin certeza sobre la fecha de nacimiento de Jesús, para ganarse a los pueblos paganos, adaptaron el 25 de diciembre, momento del calendario en que por iniciarse el solsticio de verano, estos celebraban al Sol victorioso, la fecundidad y la cosecha.
Así, Jesús comparte fecha de advenimiento con personajes mitológicos como Apolo en Roma, Horus en Egipto, Harpócrates en Grecia, Mitra, Manú y Buda en la India, Huitzilopochtli de los aztecas e Inti de los incas y, excepto los del “nuevo mundo”, parido por una madre virgen en el abrigo de un establo, al que el renunciado papa reaccionario “Benedicto XVI”, Josep Ratzinger, le suprimió la mula y el buey que lo calentaron por siglos.
Las investigaciones dicen que no es la única falsedad o invento oportunista que se convertiría en rito. La mayor parte de los hechos que configuran la Navidad fueron ideados en el siglo IV d.n.e. a partir de la suma de leyendas. Jesús no nació en Belén, la virgen María perdió la virginidad y tuvo más prole -afirmación cuya cita le costó la prohibición de escribir para el público al recién fallecido Padre Alfonso Llano-, los tres reyes no eran reyes, no eran magos, ni eran tres.
No hubo día de los inocentes ni estrella de David. A Melchor lo pintaron de negro en el siglo XVI para atraer a los pueblos del África, mientras los reyes católicos eran bendecidos por esclavizarlos. Los tiernos villancicos surgieron de los no tan tiernos cantos cortesanos. Francisco de Asís “vistió” por primera vez el pesebre en el siglo XVII. De Castilla nos viene la religión, el idioma y lo villanos. Ahora, un monje turco disfrazado de rojo en EE.UU. por Coca Cola, comparte el protagonismo comercial.
La empática y armoniosa Nochebuena, en la catedral católica es la parte bella de una historia empedrada con fruslerías, falsedades, crímenes abominables, pederastia, complicidades, boato, sangre, persecuciones, violencia, guerra, aberraciones, robos, estafas y terror, casi siempre amancebada con el poder. Basta leer el ensayo La puta de Babilonia de Fernando Vallejo para repasar el horror que ha significado para buena parte de la humanidad y a Pepe Rodríguez para asombrarse de tanta mentira.
Cada vez con menos fuerza, Occidente sigue siendo religioso y mayoritariamente católico. La razón, como lo sostiene Richard Dawkins, es que la arquitectura del poder, institucional, económico y social tiene esa matriz patriarcal, y además es ideológicamente funcional al capitalismo. Según el filósofo Michel Onfray, es un poder construido sobre la represión al placer y el sofisma del libre albedrío, por lo que aboga por liberar al hombre de esas ataduras que lo sojuzgan.
La arqueología, historia, literatura fundacional, bases conceptuales, preceptos, dogmas, conformación institucional y formas de imposición y dominación del catolicismo han sido desnudadas, rebatidas y hasta puestas en ridículo por el propio Dawkins, Cristopher Hitchens y el científico Stephen Hawking. Matthew Alper, en Dios está en el cerebro, califica la religión, las religiones, como un invento del hombre, un ingrediente genético evolutivamente incorporado en la mente del ser humano, como antídoto para enfrentar la siempre atormentante certeza consciente de la muerte, de la finitud de la existencia y la acechanza permanente de los miedos.
Para Dawkins son un fenómeno cultural inoculado y cuyas prácticas y creencias son transportadas por los siglos a través de una especie de genes ideológicos. Califica al catolicismo como una de las más absurdas y peores experiencias de la humanidad. Igual se deben repudiar las atrocidades extremistas de los fundamentalismos.
No puede ser posible que el pontificado y la feligresía obsecuente sigan objetando el homosexualismo -mientras jerarquía y clero en todo el mundo tratan de ocultar o minimizar su carnal debilidad por sodomizar infantes- , el aborto, la eutanasia y el sexo seguro, para agravar la miseria, la discriminación y la violencia en el mundo -incluso contra la misma doctrina social y ecológica del actual Papa argentino Francisco-, hechos que muestran -junto con muchos episodios bíblicos- un odio atroz del Dios católico contra la especie humana, a la que la institución mantiene fiel con amenazas apocalípticas, como sostiene Dawkins.
Aun así, sociológicamente no se pueden desconocer el ánimo de contrición, afecto, hermandad, generosidad que despierta la Navidad -bien motivados por la publicidad comercial-, haciendo que por unas pocas horas sociedades profundamente divididas por la desigualdad y sometidas por la violencia, vivan la utopía y la filantropía, como necio sería ocultar los importantes aportes de las religiones a la preservación de la especie, la cultura y el arte, la moral y la ética, y, algunas veces, a la cohesión de los pueblos frente a riesgos catastróficos, como la pandemia que, cuando nos creíamos librados de ese tipo de riesgos como dueños del universo, nos ha tocado vivir.
La mayor parte de los latinoamericanos -no obstante el embate de las sectas conservadoras- , incluida Cuba, profesa el catolicismo, herencia colonial castellana impuesta a rajatabla y, en buena parte de nuestra historia, corresponsable, desde el poder, de las injusticias, la represión, el sojuzgamiento y el atraso de nuestros pueblos. Sin embargo, millones de personas siguen orando a diario, encomiendan a sus seres queridos a Dios, van a misa los domingos y comparten rituales que en colectivo son vivencias de fe y esperanza, así el día a día reniegue con su dureza lo que en la capilla es una ilusión. No en todos los casos, desde luego. Si el creyente es exitoso más razones tiene para creer.
Pero Latinoamérica, como en tantas otras cosas, es pionera en una prédica y práctica religiosa a contrapelo del poder de los altares suntuarios y el poder, comprometida en la lucha contra la injusticia y por la equidad desde una lectura liberadora de los evangelios, apuntalada en ejemplos históricos desde las catacumbas romanas hasta las paupérrimas veredas del Tercer Mundo, cuestionando la afirmación marxista de que la religión es “el opio del pueblo”.
Es la corriente humanista que practicaron, Fray Bartolomé de las Casas con los indios sometidos por la conquista, Fray Martín de Porres con los mendigos y los animales y Fray Pedro Claver con los esclavos. La insurgente en la que se sacrificaron Camilo Torres, que proclamó la unión de los oprimidos contra los opresores -vida segada por una muerte estúpida, Gaspar García Laviana, en Nicaragua y Monseñor Oscar Arnulfo Romero, asesinado por católicos al servicio de los poderosos en El Salvador -exaltación mesiánica de Jesús- , y tantos otros.
La Iglesia de los Pobres de Fernando y Ernesto Cardenal, en la Revolución Sandinista; Sergio Méndez Arceo en México y Pedro Casaldáliga en Brasil, Gerardo Valencia Cano, René García y Golconda; Medellín y Puebla, las Comunidades Eclesiales de Base y la Teología de la Liberación teorizada por Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff, Frey Beto, Paolo Richard, Enrique Dussel, Ignacio Ellacuría, Fracoise Hutard e Ignacio Martín Baró (asesinado por militares en El Salvador). La religión que se acerca a la dignidad del hombre.
En perspectiva, el teólogo y filósofo valenciano Mariá Carbí, en un aporte erudito y contundente, define las religiones como un hecho cultural que permitió programar las sociedades preindustriales pero que ha perdido sentido en la sociedad del conocimiento, por lo que llama a recoger lo mejor de ellas hacia una espiritualidad laica, sin creencias, sin religiones y sin dioses.
Más temprano que tarde, creyentes y no creyentes convergeremos en una nueva espiritualidad basada en principios y valores de amor a la humanidad y la naturaleza, defensa irrenunciable de la plena vigencia de los derechos humanos, respeto absoluto a la diversidad, búsqueda permanente de justicia social y la paz y práctica constante de la solidaridad. Verdaderos “milagros” se atribuyen a la conjunción de humanismo, energía y espiritualidad, que la creencia popular adjudica a manifestaciones divinas, pero que son una demostración del poder del afecto de los seres que habitamos este punto del universo.
Así lo explicó, en forma sugestiva, ese costeño fascinante y espiritual que en vida llevó el nombre de Jaime Bateman Cayón: “Si una persona es absolutamente sentida, constantemente querida, si en ella se dan cita una cantidad de afectos fuertes, el afecto de la mamá, de las hermanas, de la amante, de los amigos, esa cadena de afectos lo defiende de la muerte, del peligro, lo vuelve casi inmortal…Porque el amor es la certeza de la vida. Es la sensación de la inmortalidad.” Ya es hora de superar la entelequia Dios es amor por la vivificante afirmación, el amor es mi dios. Feliz Navidad!
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