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Dime qué sistema tributario tienes y te diré qué sociedad has construido

Por: Luis Eduardo Celis Analista de conflictos armados y de sus perspectivas de superación – Asesor de Pares 


La gota que rebosó la copa de la indignación ciudadana, y que nos tiene ante la más formidable protesta social de toda nuestra vida republicana, fue la pretensión del ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, con su iniciativa de reforma tributaria, de sacarle más plata a los sectores más pobres y a las capas medias de la sociedad a través de los impuestos indirectos que se pagan vía consumo: alimentación, combustibles y todo aquello que fuera posible para recaudar fondos para un Estado en una profunda crisis de legitimidad al que las mayorías ven lejano y de espaldas a sus intereses. Y con las repuestas violentas por parte de la fuerza pública que han caracterizado el transcurso de la protesta social, seguro que es mayor el repudio frente a las instituciones y al Gobierno nacional.


Las finanzas públicas son vitales para el funcionamiento del Estado. Y este debe estar al servicio de los intereses comunes de una sociedad —eso nos dice el ABC de la teoría política—, pero aterrizando eso a la realidad colombiana hay mucho trecho entre el dicho y el hecho. La dura realidad del país nos muestra que, en toda nuestra vida republicana, el Estado ha servido a intereses muy específicos. En palabras castizas: el Estado ha trabajado para muy pocas personas. ¿O qué otra cosa se puede decir de una sociedad donde el 40% de la riqueza la concentra el 1% de la población y donde cerca de la mitad de la población vive o esta cercana a una situación de pobreza? Esa es la fotografía de la Colombia de hoy y del triste desempeño de unas elites de poder que han trabajado juiciosamente para sus intereses de acumular y acumular la riqueza. Y el Estado se ha puesto al servicio de esa gran operación.


Si el Estado es el instrumento para llevar la vida en comunidad (así sobre eso exista un amplio y extendido debate y cuestionamiento en todas las sociedades), ese Estado debería trabajar por el conjunto de la sociedad. No es el caso colombiano ni el de la inmensa mayoría de las sociedades latinoamericanas, para no irnos más allá. Y en la base de esa situación está el sistema tributario que, para nuestro caso, tiene un enorme cuestionamiento que debe ser asumido en una perspectiva de la necesidad de un desempeño de mayor calidad del Estado nacional, de los estados locales y regionales que requieren recursos para llevar adelante los mandatos consignados en nuestra constitución del 91, que, valga repetirlo, es pródiga en derechos que no se cumplen o se cumplen de manera deficitaria. Y esto se recrudece en los territorios más excluidos y marginados (que bien pueden ser un tercio del país), donde se acumulan graves problemas de vulneración de derechos, empezando por el más básico de todos: el respeto a la vida.


Ahora estamos ante un nuevo debate sobre el sistema tributario que debe regirnos: será tema de controversia en la próxima legislatura y muy seguramente saldrá una ley tributaria de emergencia, pero no una formulación de largo alcance. En las últimas tres décadas hemos tenido una nueva ley tributaria cada dos años. Esto es muestra incontrovertible de que tenemos un grave déficit de formulación de política publica en un tema transcendental como lo es el de las finanzas públicas. Bien sabemos que a cada derecho corresponde una base material que lo haga posible, y en esta permanente inestabilidad tenemos la realidad de hoy: una sociedad profundamente desigual y un enorme malestar social.


Hay que ampliar el debate sobre el sistema tributario que requerimos: sacarlo del estrecho margen de profesionales en economía y volverlo un tema de debate público que debe contar con una formulación democrática y no excluyente ni pensado para beneficiar a minorías (como ha sido hasta el presente). Un indicador de una democracia de mayor calidad debe tener como referente el sistema tributario. Allí se juega la base de una sociedad de derechos e incluyente.


La riqueza se produce socialmente. Ninguna persona de manera particular se hace rica o superrica por mucho ingenio y capacidades que desarrolle. La base de toda riqueza son los recursos que hay en el territorio y la utilización de fuerza de trabajo en muchas dimensiones, desde la menos calificada formalmente hasta el conocimiento más especializado. Siendo así, la riqueza debe ser distribuida en la sociedad y no acumulada de manera desproporcionada y ofensiva —como sucede en nuestro caso—. Y eso solo se logra a través de una figura simple y compleja: impuestos. En las sociedades de mayor desarrollo económico y social lo saben: quien más tiene, más aporta. Y esos impuestos se deben retribuir en garantizar derechos para el conjunto, solo así es posible construir una sociedad justa y en paz.


En la agenda publica hay que priorizar la construcción de un sistema tributario justo y democrático, por supuesto, para un Estado que funcione y promueva derechos, no para un Gobierno de minorías en el que los recursos públicos terminan en manos de unos cuantos vía corrupción y robos. Pero ese es otro tema.


Ya veremos la propuesta de reforma tributaria que presente el Gobierno el próximo 20 de julio; reforma que nos va a mostrar un indicador de si hay voluntad de rectificar para que sean los que más han acumulado riqueza quienes la redistribuyan vía impuestos, o si, por el contrario, va a seguir imperando el criterio de que es mejor quitarle poquito a muchos que no tienen ni para comer, que exigir a los que mucho tienen que mucho pongan.


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