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Derrumbando símbolos del poder

Por: Germán Valencia. Instituto de Estudios Políticos, Universidad de Antioquia. Columnista Pares.

El 9 de septiembre de 2020 una ola de manifestantes incineró en Bogotá, Soacha y Cali alrededor de 70 Centros de Atención Inmediata (CAI) de la Policía Nacional. Cinco días después, el lunes 14, otro grupo de jóvenes, compuestos en su mayoría por estudiantes, derribaron en Medellín una estatua dedicada a honrar los Lanceros del Ejército Nacional. Finalmente, el 16 de del mismo mes, el pueblo Misak mandó al suelo la estatua del conquistador de Popayán, Sebastián de Belalcázar, ubicada en El Morro del Tulcán de esta ciudad.


De inmediato las reacciones gubernamentales y ciudadanas en torno a este fenómeno colectivo fueron variadas. Entre ellas, catalogar a estos hechos como vandálicos. De allí que en Bogotá se ofreció recompensa por información que ayudara a la captura de los manifestantes involucrados. En Medellín se señaló a los jóvenes de destructores de bienes públicos y lo necesario de condenar estos actos contra el Ejército y apoyar a la institución. Y en Popayán se habló de perdonar los hechos, pero se insistió en la necesidad de defender y reconstruir la icónica figura del conquistador español.

Este fenómeno político, a pesar de lo simple que resulta, aborda un tema complejo. El mal uso del poder provoca reacciones de la población. Y como la iconografía son imágenes que quedan en la memoria de los ciudadanos, estos artefactos son violentados y atacados cuando se reacciona contra el poder. El derrumbe de edificaciones, estatuas y monumentos representa un descontento generalizado de la manera como se lleva las riendas del poder. La eliminación de las simbologías de los lugares públicos a manos de la ciudadanía es una respuesta, una reacción frente a algo que no le parece bien.


De allí que los tres sucesos de recién ocurrencia ilustran el malestar que sienten los colombianos, la irritación a la que están sometidos, el sentimiento de agravio que existe. Lo que se vio en Bogotá, Medellín y Popayán es una muestra de insatisfacción. La población no está de acuerdo con la violencia con que actuó la Policía Nacional, ni con la manera como se irrespeta la memoria de las víctimas, ni tampoco con tener en las montañas sagradas las imágenes de los genocidas españoles que acabaron con los pueblos ancestrales.


El derribamiento de Belalcázar en Popayán muestra una estatua colosal con la cabeza destrozada. Los manifestantes indígenas derribaron y hundieron la cabeza de este monumento público que tiene carácter histórico y sobre todo político.

Los habitantes de Bogotá y Soacha no están conformes con la manera como la Policía actuó aquella noche de septiembre con Javier Ordóñez, ni como lo hicieron después con los manifestantes. La destrucción de los edificios no es un llamado a la clausura de estos espacios, sino un llamado a la reforma. No quieren que esos lugares se conviertan en espacios de tortura o de muerte.


Reaccionando contra el abuso de poder de la Policía Nacional.


Los jóvenes estudiantes de Medellín no estaban de acuerdo con que al frente del Museo Casa de la Memoria y a menos de 100 metros de las placas donde están registrados los nombres de los miles de caídos a causa de la violencia en la ciudad, se ponga una imagen de unos soldados. Estos representan la Fuerza Pública, la que consideran está involucrada en la muerte de estas personas, como lo ocurrido en la Operación Orión en la Comuna 13.


Y no están de acuerdo los indígenas del Cauca que cuando visitan la ciudad de Popayán observan a su verdugo, aquel que asesinó de forma cruel a sus antepasados. El derribamiento de Belalcázar en Popayán muestra una estatua colosal con la cabeza destrozada. Los manifestantes indígenas derribaron y hundieron la cabeza de este monumento público que tiene carácter histórico y sobre todo político.


Los tres actos deben ser leídos como acciones encaminadas a la destrucción de símbolos del poder. Los tres grupos se manifestaron contra los símbolos que supuestamente los representa. El primer acto fue un ataque contra un símbolo del poder armado policial; el segundo es una reacción de las víctimas de violencia; el tercero en un grito de «¡Abajo, abajo! contra la manera de contar la historia y resaltar a un genocida, despojador y destructor de culturas. Actuaron intentando derrumbar la simbología colectiva que representa al policía, al soldado y al conquistador español.


Destrozar un edificio o tumbar un monumento puede ser una oportunidad para hablar, para revisar lo que hacemos, para cambiar lo que se requiera. La destrucción de símbolos es un ejercicio de libertad de expresión, digno de respeto, pero también debe ser un momento para trabajar en la reconciliación y en la construcción de otras realidades. El reto es cómo lograr la convivencia pacífica.


La tarea para el gobierno y la sociedad colombiana es avanzar en la realización de cambios o reformas. En la construcción de nuevas mentalidades para la fuerza pública en momentos de transición. En el respeto de la memoria de las víctimas y el reconocimiento de los victimarios y los actos de perdón. Y en asumir narrativas de la historia pluralistas, que recoja la identidad multiétnica y que sea transversal en los relatos para la construcción de una memoria colectiva incluyente.

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