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Débora, la pintora que se burlaba de Laureano, Rojas Pinilla y todo el patriarcado

Por: Iván Gallo


Foto tomada de: Radio Nacional de Colombia


A los 11 años el paludismo condenó a Débora Arango a ser una enferma crónica en lo que le quedaba de vida. La fiebre se le instalaría para siempre. Era una desgracia, pero también le enseñó el camino de ser diferente. Y sí que era duro para una mujer en la Medellín de comienzos del siglo XX ser diferente. Por consejo de su médico se instaló junto a su hermana en el municipio de la Estrella, lejos de la incipiente urbe y cerca de la libertad del campo. Allí aprendió de colores y rostros. Esos años fueron vitales para ir construyendo su universo.


Cuando se repuso de su enfermedad regresó a Medellín. Débora tuvo que hacer lo que todas las mujeres hacían, estudiar para ser mujeres competentes, es decir, estudiar para aprender a llevar las riendas de una casa. Esa era básicamente la educación que recibía en el colegio María Auxiliadora. Las mujeres ni siquiera recibían, como los hombres, un título de bachiller sino un certificado de estudio.  Se aburrió y tuvo la fortuna de que sus papás, el comerciante Cástor Arango y su madre Elvira Pérez, la dejaran ser. Sabían, acaso, de la grandeza a la que estaba destinada. Y empezó a pintar. Tenía un taller en su casa en donde invitaba a sus amigas y allí empezó a hacer sus primeros bocetos. En 1931 regresaba a la ciudad Eladio Vélez, quien acababa de tocar con sus ojos la gran vanguardia europea, incluso alcanzó a estudiar dos años en París. En ese momento Débora, como artista incipiente, estaba buscando su voz. Con él aprendió a pintar naturalezas muertas. Otro maestro regresaría de Europa, el gran muralista Pedro Nel Gómez y él le aconsejó empezar a pintar el cuerpo humano.


En ese momento el cuerpo humano era otro de los territorios vedados para la mujer. Desde la misma medicina estaba proscrito auscultar a una mujer en una revisión médica. Por eso tantas mujeres murieron sin saber sobre sus enfermedades. El cuerpo de la mujer era sagrado, pero, a la vez, una mujer que mostrara interés en desnudeces ajenas podría ser la encarnación del mismísimo demonio. Pedro Nel Gómez fue el que la convenció de dar el paso que la definiría: pintar el cuerpo humano. Su hermano, que estudiaba medicina, la dejaba entrar a escondidas al anfiteatro municipal y allí vio autopsias y aprendió cada detalle del cuerpo. Se convertía en una anatomista avezada.


Se adentró tanto en su arte, consiguió su voz retratando la cotidianidad. En ese momento Guayaquil, que es la zona de la ciudad conocida como El Hueco, albergaba a la más alta población de prostitutas de la ciudad. Por intermedio de amigos muy cercanos a ella como el filósofo Fernando González, quien sería además uno de los primeros en darse cuenta de la importancia de su arte, tuvo contacto con prostitutas que sirvieron para ser sus modelos, como hacía Toulouse Lautrec en el Moulin Rouge con las mujeres que calmaban sus penas ahogándose en absenta. Débora, que tenía la fuerza de un río, se desbordó y hasta sus propios maestros, incapaces de entender su talento, terminaron dándole la espalda. Hay historiadores que lo de Gómez con Débora Arango no era más que celos: otra vez la discípula superaba al maestro.


En ese periodo Arango encontró apoyo en el pintor Carlos Correa, con quien consigue hacer su primera exposición. La sociedad camandulera no estaba preparada para lo que sobrevendría: cuadros de desnudos hechos por una mujer. La iglesia, el sector más conservador de la política, se convirtieron no sólo en sus enemigos sino en los obstáculos que intentaron destruirla. Pero ella se repuso a todo. Incluso llegó a pensarse en la posibilidad de excomulgarla. Se cuenta que uno de sus maestros, Eladio Vélez, estuvo detrás de esa campaña llena de moralina en su contra.


En 1940 el entonces ministro de educación, Jorge Eliecer Gaitán, la apoyaría. Expondría en Bogotá. El periódico ultra conservador el Siglo calificó la obra de “afrenta al buen gusto”. Detrás del Siglo estaba su dueño, el político Laureano Gómez, quien no sólo criticó a la artista paisa sino también a la decisión de Gaitán de haber apoyado la exposición de una artista que, según la crítica de ese periódico era: “una joven sin gusto artístico, que demuestra no poseer siquiera nociones elementales de dibujo y que desconoce la técnica de la acuarela”.

Imparable, Arango dejó los desnudos por algo más escandaloso: la crítica social. En ese momento, 1943, las mujeres en Colombia aún no podían votar. Y empezó a apegarse a ideas socialistas, sobre todo influida por muralistas mexicanos. Hubo un cuadro que desató todo tipo de improperios, se llamaba Maternidad negra. Esta crítica social se exacerbaría aún más después del asesinato de Gaitán el 9 de abril de 1948. Entonces incursiona en algo que acabaría de despelucar a la sociedad paisa y colombiana: la sátira política. El energúmeno del Laureano Gómez sería su principal objetivo.


Laureano era virulento. Le decían el monstruo. Con tintes que hacían acordar a Goebbels, ministro de propaganda del Nacional Socialismo, Gómez fue uno de los responsables de que estallara el periodo de Violencia. Débora se frotó las manos y fue contra él. Una vez lo derroca en 1953 el general Rojas Pinilla, pinta el cuadro La salida de Laureano, en donde el líder conservador está sentado en un butaco, acosado por gallinazos. Rojas creyó encontrar en ella una artista afín a sus ideas pero nada más lejos que pensar que nuestra Debora podría inclinarse ante un sátrapa. En Huelga de estudiantes Arango pintó el horror y la intolerancia del régimen. Esto  la llevó al ostracismo. Solo hasta 1975 puede hacer una exposición de peso en la Universidad Piloto de Medellín. En una conferencia del historiador Santiago Londoño se recuerda que incluso en la enciclopedia Salvat publicada ese año sobre el nuevo arte colombiano se ignora de manera grosera a una de las pintoras más importantes del arte Latinoamericano. Martha Traba también la ignoró.


Era demasiado problemática, era libre, era mujer. Y tenía un pensamiento propio. Sólo en los años ochenta su nombre pasó a ser lo que siempre había sido: una de las imprescindibles del arte colombiano. Su nombre hace rato forma parte de la leyenda y fue una inspiración para el feminismo en un país de machistas. Débora, en sus colores, está más viva que nunca.

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