top of page

Cuando era pecado hablar mal de Uribe en Medellín

Por: Ivan Gallo




Entre el 16 y el 17 de octubre del 2002 el ejército, en asocio con paramilitares del Bloque Cacique Nutibara, “limpiaron” de guerrilla el barrio San Javier en plena comuna 13. Abajo, en la Tacita de Plata, los señores bien almorzaban mientras escuchaban los bombazos, el horror. Álvaro Uribe Vélez llevaba dos meses en la presidencia y tenía en esa ciudad el 93 % de popularidad. Ni Pinochet en los barrios ricos de Santiago tuvo tanta favorabilidad. Entre los chicharrones y el aguardiente, la dieta que le despierta el monstruo a los señorones de Medallo, lanzaban alabanzas al nuevo presidente, un arriero “con guevas” capaz de extirpar de raíz cualquier vestigio de comunismo. En las casas del Poblado, de Laureles, había unanimidad. Los muchachos se sentían respaldados ante un hombre joven que cumplía a cabalidad su promesa de permitirles regresar a sus fincas enclavadas a orilla del Rio Cauca. La propaganda funcionaba tan bien que hasta las muchachas del servicio repetían el estribillo “ahora si podemos viajar por carretera” cuando ellas estaban cada vez más pobres, más despreciadas.

 

Los jóvenes no lo vieron, pero la tarde en la que la Seguridad Democrática lanzó la Operación Orión, que dejó un saldo de 80 civiles heridos, 17 homicidios cometidos por el Ejército, 71 personas asesinadas por paramilitares, y 110 desaparecidos, Medellín se rindió a los pies de Uribe. Ese clima irrespirable, tan paramilitar y lleno de odio lo sabe retratar con maestría Pablo Montoya en La sombra de Orión, tal vez la mejor novela que se ha hecho sobre los años de la Seguridad Democrática. Como un periodista exhaustivo recrea al detalle el operativo que coordinó el ejército con los hombres de Don Berna, mostrando el contexto en el que se ubicaron primero las milicias del ELN y las Farc y después la retoma por parte de paracos y fuerza pública de esa Comuna 13, dejando muy mal parados a Luis Pérez, quien era el alcalde en ese momento, a Marta Lucía Ramírez, ministra de Defensa y al propio expresidente Uribe.


Pero lo que más sobrecoge en la novela de Montoya es el retrato de cómo era una familia estrato 6 de Medellín a comienzos de este siglo. Católica, homofóbica, arribista y con una debilidad inconfesable por los mafiosos. Unos valores asquerosos que fueron el caldo de cultivo para que el uribismo se impusiera, como una religión, en Medellín, en toda Colombia.

El tiempo ha pasado. En el 2022 Colombia eligió por primera vez a un presidente de izquierda.


En diciembre del 2024 la JEP encontró restos humanos en la escombrera que corresponden al 2002 y que fueron asesinados con tiros de gracia. Los muchachos reaccionaron saliendo a la calle a darle vida a los muros grises de la indiferencia. “Las cuchas tenían razón” dicen, haciendo referencia a que las denuncias de las madres, que fueron tratadas de locas, sobre los desaparecidos en la Operación Orión, eran ciertas. Ya no es pecado hablar mal en Medellín de Uribe. Es más, Uribe en Medellín ya no da votos. Sigue siendo una sociedad extremadamente conservadora, con un alcalde al que no le gusta mucho las verdades históricas pero Uribe ya es un tema menor. Así insista en no disfrutar de las miles del retiro. No lo hace por placer, lo hace porque no puede. El que se mete en aguas movedizas por lo general, si se sigue moviendo, no hace otra cosa que terminarse de hundir.


* Esta es una columna que originalmente se publicó en Las 2 orillas el 12 de mayo del 2021 y que se modificó de acuerdo a los hechos que han sucedido en los últimos cuatro años.






Comments


bottom of page