Por: Germán Valencia
Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia
La universidad pública colombiana está pasando, desde hace varios lustros, por una crisis en su sistema de financiamiento. La Ley 30 de 1992 planteó una forma de entregar recursos, por parte del Estado, que ha generado un déficit estructural. Y que según cifras del Sistema Universitario Estatal (SUE), ronda los 18 billones de pesos para las 33 universidades que componen el sistema.
Un hueco en los recursos que se genera, por un lado, debido al crecimiento en el número de estudiantes llegan al sistema. Entre 1993 y 2022, los estudiantes que hacen parte de la educación universitaria se multiplicaron por cuatro: pasó de tener un poco menos de 160 mil estudiantes para la primera fecha, a más de 640 en este último año.
Y por el otro, a que los ingresos por matrícula son cada vez menores. Desde 2011 el Gobierno ha decidido avanzar en entregar de manera gratuita el servicio de educación a la población de más bajos recursos. Esto como una forma de atender a las reclamaciones de los jóvenes de convertir la educación en un derecho humano y no en un servicio que se presta al que tenga capacidad de pago.
De allí que universidades públicas como la del Valle, la de Antioquia y la Industrial de Santander estén pasando, en las últimas dos décadas, por una situación deficitaria en lo financiero. Situación que las ha llevado en muchas ocasiones a endeudarse con el fin de pagar sus nóminas, a diseñar programas de austeridad para reducir los gastos de funcionamiento o dejar de invertir en proyectos de infraestructura, a pesar de la necesidad que tienen de ampliar sus sedes y espacios para el ejercicio del goce efectivo la educación.
Es decir, sus profesores, estudiantes y personal administrativo, en lugar de parar las actividades y salir a las calles a protestar, como históricamente lo han hecho para demandar más recursos por parte del Estado, han tomado el camino de reunirse con diversos actores para contarles sobre su situación e invitarlos a pensar en colectivo en la solución del problema de financiamiento.
Desde hace meses, los rectores y vicerrectores, los representantes profesorales y los líderes universitarios están visitando o enviando invitaciones a los tomadores de decisiones —Gobierno, Congreso y sector productivo, entre otros— para que se unan dialogar y se generen dinámicas dirigidas a subsanar esta difícil situación financiera. Que aporten al cuidado del bien común que es la educación superior pública.
Entre los actores que más se han involucrado en esta tarea de crear lealtades están los representantes del Gobierno nacional. El ministro de Educación Nacional, Daniel Rojas, desde su llegada al cargo, se ha convertido en un abanderado de la causa por la búsqueda de mayores recursos para la educación superior pública.
Este funcionario público ha planteado e implementado acciones, como compensar a las universidades públicas cuando estas lo apoyan en el cierre de brechas y avanzan en la ampliación de la cobertura educativa. Desde hace dos años, el Gobierno le está entregando recursos adicionales para el funcionamiento y la inversión de brindar educación de calidad.
También se observa a un conjunto de senadores y representantes a la Cámara insistiendo en el Congreso de la República en la urgencia que se tiene de discutir y aprobar una nueva ley que modifique los artículos 86 y 87 de la Ley 30 de 1992. Una reforma que permita que los recursos anuales que se le entreguen a las universidades dependan de su crecimiento real y no del nivel de inflación, como históricamente lo ha hecho.
Sin embargo, aún faltan muchos actores por involucrarse realmente en esta cruzada por traer más recursos a la educación superior pública y aportar al cuidado de uno de los patrimonios más importantes del país. Aún no se ve a muchos gobernadores y alcaldes caminos para cambiar su participación en el financiamiento de las universidades regionales.
Ambos niveles de gobierno —el departamental y local— se escudan en la disposición que la ley les da para insistir que su apoyo se reduce sólo al que la ley les exige. Esto a pesar de que uno de los mayores aliados que tienen para ofrecer educación a la población más alejada y necesitada la encuentran en las universidades públicas regionales.
Si se hace un balance sobre la procedencia de los estudiantes que ingresan y se forman en las universidades regionales se encontrará que la mayoría de su población habita y procede del mismo municipio. Por ejemplo, en Medellín, el 53% de los estudiantes de la Universidad de Antioquia son ciudadanos de la misma localidad y sus aportes no llegan al 1% de lo requiere la universidad para funcionar.
Igualmente, se ve al sector productivo y a los miles de egresados de las universidades públicas muy callados en momentos como estos. A pesar de que ambos actores tienen representantes en las universidades y hacen parte de los Consejos Superiores, donde se discute, de primera mano, los temas financieros, el silencio es asombroso y espantoso.
Hoy no se ve a los empresarios y egresados haciendo propuestas sobre el cómo aumentar la inversión en educación. Sabiendo que las acciones son sencillas: firmar convenios para apoyar las investigaciones, entregar recursos para fondos y becas a estudiantes de bajos recursos o haciendo inversiones en infraestructura. ¿Será acaso que se les ha olvidado que las universidades públicas les han entregado, por muchas décadas o incluso por varios siglos, a profesionales bien formados, que aportan a la creación de valor de sus compañías?
Es hora de que estos otros actores —gobiernos locales y departamentales, empresarios y egresados— entren a aportar con sus ideas y recursos al cuidado de los patrimonios culturales de las regiones. Está en juego la sostenibilidad de unos activos que, además de formar profesionales altamente capacitados, son capaces de cambiar vidas y generar otras actitudes.
La universidad pública no solo entrega fuerza de trabajo calificada a los mercados, también construye ciudadanía, personas que defiendan los valores democráticos y se esfuerzan por ser felices. Seres que han encontrado en la universidad el espacio para expandir sus capacidades individuales y aportar a la transformación de la sociedad.
En conclusión, se requiere del compromiso de todos los actores que conforman la sociedad y que tienen incidencia en la entrega de recursos para que la universidad pública tenga un respiro financiero. Ellas solo piden activar las lealtades para seguir cumpliendo con sus actividades misionales de formar, investigar y aportar con su extensión solidaria al desarrollo del país.
Pensemos en los miles de jóvenes que, debido a su situación económica, encuentran en la educación universitaria pública, la única opción para educarse y escalar socialmente. Pensemos en el gran aporte que las universidades regionales le han hecho al desarrollo social y económico del país. Pensemos, finalmente, el papel que cumple este bien común colectivo en construir equidades, cambiar vidas y entregar personas comprometidas con el desarrollo social.
* Esta columna es resultado de las dinámicas académicas del Grupo de Investigación Hegemonía, Guerras y Conflicto del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia.
** Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.
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