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Constitución vs. Constituyente I. El pueblo, siempre por encima de las constituciones

Por: Guillermo Linero

Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda


Para saber si el pueblo está por encima de las constituciones –aunque ello sea algo muy obvio– basta remitirse a lo dicho por los estudiosos de la primitiva conducta humana. Según estos investigadores –arqueólogos, antropólogos y pensadores-, antes de las constituciones lo primero que hubo fueron relaciones de concordia, relaciones de comunión y de complacencia; es decir, relaciones paradisíacas bajo las cuales no cabía dictar normas.


Esos mismos investigadores han aseverado que, por la misma condición humana, lo natural era el buen comportamiento. No obstante, y curiosamente, los estudiosos coinciden en calificar a los primeros estadios de la evolución humana bajo los rótulos de salvajismo, de horda y de tribu, que en su orden son tres formas previas a la organización social y al establecimiento de normas de convivencia.


En la etapa primaria, reconocida como de salvajismo, los grupos humanos, dedicados a la caza y a la recolección, se manifestaban –como lo precisó Frederic Engel en su célebre texto El Origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado– con prácticas de agresión entre unos y otros. Aunque, valga decirlo, frente a la realidad nuestra sus prácticas de barbarie, las suyas no fueron tan violentas como secuestrar, amarrar y ajusticiar personas –maneras de la extrema izquierda–; ni fueron más atroces que el asesinato de civiles inocentes, el degollamiento de niños y la violación de mujeres –maneras de la extrema derecha–.


Con respecto a las hordas, constituidas por salvajes reacios a la disciplina social, y en consecuencia individuos violentos, se sabe que actuaban muy semejante a las llamadas bandas criminales de hoy: se reunían para agredir a otros grupos y se agredían entre sí, precisamente por falta de una reglamentación de la conducta. Si bien, ya reconocían individualmente el denominado “deber ser” –fundado en el sentido común y en la “memoria de las buenas costumbres”– no lo habían elevado a un acuerdo de todos. No construyeron con él reglas de juego (las constituciones lo son) ni establecieron jerarquías sociales (las instituciones de gobierno lo son). De hecho, en las hordas, como ocurre hoy en las bandas criminales, todos temían a sus superiores jerárquicos y estos se cuidaban con paranoia de sus subalternos.


A partir de esos antecedentes de conducta caótica, empezarían las tribus a distinguirse de los salvajes y de las hordas por privilegiar con sentido de propiedad la moral y las costumbres de sus antepasados. Una conducta refleja, o calcada del hecho de precisar la importancia del “deber ser” y de la “memoria colectiva”. Cuando los miembros de la tribu empezaron a comprender su proveniencia y pertenencia a una hermandad consanguínea y a un determinado territorio, dejaron de agredirse entre sí.


Pese a ello, este nuevo valor de alianza consanguínea y de territorialidad daría origen a otras prácticas de agresión y derivaría en conductas de intolerancia contra aquellos pertenecientes a tribus distintas. En fin, esos estadios de la evolución humana –salvajismo, horda y tribu-, previos a la concreción de la polis (civis), que es el primer modelo de agrupación social basado en la armonía entre sus asociados, no contaron con reglas de juego para la convivencia, no contaron con una constitución organizadora.


En efecto, antes del concepto social de civis o de polis, las órdenes eran dadas por individuos con un poder institucionalizado por la fuerza o por criterios de divinidad. Sólo hasta cuando los conceptos de ciudad y su derivado ciudadanía se consolidaron, surgieron distintos poderes; poderes que, al sumarse, dieron forma a una soberanía popular. Una figura, por plural, llena de más autoridad que los poderes soberanos individuales. Me explico: de un estadio regido por alguien que detentaba el poder político (por fuerza, por tradición o creencia), se pasó a uno en el que regiría el poder institucional (por acuerdo grupal).


Desde entonces esa realidad política ha sido recurrente y, todavía hoy, el “poder institucionalizado” (el consignado en una carta constitucional) y el llamado “poder popular” (llamado constituyente primario), se mantienen en constante tensión. En el caso de nuestra constitución, en su Artículo 3º se advierte que: “la soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder público”; es decir, se advierte que el constituyente primario (el primigenio poder popular) sigue estando por encima de las cartas normativas (del poder institucionalizado).


Esta situación de carácter simbiótico ha sido explicada de manera didáctica por el teórico francés Maurice Duverger, al clasificar dos tipos de poder: “el poder político inmediato –el mismo poder popular– que se presenta en niveles primitivos de desarrollo político y social y se caracteriza por su modo de ser casi impersonal, difuso y generalizado en las creencias y prácticas consuetudinarias del grupo. Y el poder político institucionalizado –el consignado en una constitución–, que corresponde a niveles de alto desarrollo cultural, económico y político, y se caracteriza por los controles, frenos y contrapesos, generalmente contenidos en normas, que tiene su ejercicio”[1].


No obstante, las constituciones, al provenir de un consenso de las mayorías asociadas, tienen como lógico destino perdurar y no ser objeto permanente de revisiones, que constituirían la vuelta a las rivalidades típicas de la búsqueda de intereses personales. No en vano, la mayoría de las constituciones pre-establecen las condiciones en las que se les puede intervenir.


Desde estos presupuestos resulta lógico que se tilden de anárquicas las reflexiones acerca de que las constituciones políticas, aparte de las modificaciones previstas por ellas, puedan ser susceptibles de cambios radicales. Y eso es normal, si consideramos que tras las constituciones lo que hay es un acuerdo colectivo sagrado: son un “bien jurídico” general. Quien viola la ley normalmente afecta el derecho de alguien específico, porque mata, o roba a otro; pero quien incumple con lo establecido en la constitución afecta directamente a la sociedad entera.


Por eso la constitución nos resulta intocable y de ahí el criterio, o principio, de que la constitución es norma de normas, y el convencimiento de que por encima de ella no hay nada ni nadie más escalonado. No lo es el presidente, ni la ley, ni tampoco las comunidades futuras. “La constitución es norma de nomas” dice el Artículo 4º de nuestra carta vigente; y eso suele interpretarse como si estuviéramos condenados a vivir por siempre bajo los mismos principios, sin poder realizar los cambios que nos garanticen un futuro mejor.


De cualquier modo, sean breves o dilatados los períodos de cambio, finalmente las constituciones terminan con el tiempo siendo otras. En efecto, si por encima de la constitución no existiera un poder capaz de modificarlas, y cambiarlas en su totalidad, no habría en ningún país, como la hay en el nuestro, una historia de ellas. No en vano muchos pensadores –Jean Jacques Rousseau y Carl Marx, entre ellos– coinciden en asegurar que donde haya sociedad humana, siempre habrá necesidad de cambiar las pautas de convivencia, o mejor, las condiciones en las que se quiere organizar y perpetuar su vida.


La constitución no puede ser en esencia una imprecisión material, y ese peldaño que le continuaría en la secuencia lógica del escalonamiento de las jerarquías, es precisamente, igual que en una cinta de Mobius, otra vez el constituyente primario, que erigirá una nueva constitución a la cual sucederá, indefectiblemente, un nuevo constituyente primario, y así una y otra vez, hasta cuando, por fin, alcancemos un nivel de cultura que nos permita vivir paradisíacamente, sin normas ni malas costumbres.

[1] Esta es una paráfrasis del profesor Rozo Acuña, en su Introducción a la Ciencia Política.


 

*Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.

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