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Cómo creer en los magistrados de la corte suprema

Por: Guillermo Lineros




Hace pocos días, fue víctima de un atentado criminal el cura Ramiro Arango Escobar, por ser un acérrimo y sensato petrista; es decir, por visualizar las mismas inequidades y corruptelas que son causas motivadoras del gobierno del cambio. Luego de ello, tanto la policía como las agencias de inteligencia y seguridad del estado, se ofrecieron para darle protección. Con todo, pese a la gravedad del hecho delincuencial, el cura las rechazó aduciendo que no creía ni en la policía, ni en el ejército, ni en la fiscalía, ni tampoco en las cortes.


Según el cura Arango, esta decisión la funda en su experiencia de vida ciudadana, que para quienes tenemos aproximadamente su edad, está marcada por las malas maneras de los últimos gobernantes, que lograron forjar con paciencia de mentes criminales, una narcocracia. De hecho, lo peor de nuestra historia política comenzaría por ahí, con la trasmisión de un poder soportado en el egoísmo y la aporofobia, y tradicionalmente en manos de unas pocas familias (podríamos decir que clanes) a otro nuevo poder, el traquetismo, soportado en su connatural preferencia por la incultura o, lo que es peor, por los crímenes y la corruptela.


La primera fase –correspondiente a la narcocracia- la iniciarían –tal vez inadvertidamente- los ex presidentes César Gaviria y Ernesto Samper, y serviría de base, para una segunda fase con la cual buscarían la construcción de un narco estado, como lo hicieron -sin lograrlo plenamente- los ex presidentes Álvaro Uribe e Iván Duque. Por fortuna, esta última fase no alcanzaron a consolidarla, porque los estados no son propiedad de los gobernantes, ni de los grupos de poder económico (el llamado régimen), ni tampoco de la delincuencia organizada; y no lo son, porque estos mentados sectores sociales no conforman la mayoría popular.


Quienes tienen la edad del padre Arango, e incluso los jóvenes atentos a la realidad política –los protagonistas del llamado “estallido social-, son conscientes de esta vergonzosa realidad: en Colombia, antes del presidente Gustavo Petro, ningún gobernante, ninguna institución judicial, y ni siquiera los humildes agentes de la policía, eran dignos de credibilidad. Algo que, si bien no ha cambiado totalmente, su avance es perceptible a pasos agigantados.


Por todo esto, me pregunto y les pregunto a mis lectores ¿qué tanta razón hay en la decisión del cura Arango para no creer en los administradores de la justicia? Según la Real Academia Española, creer es tener algo por cierto, como que los magistrados de la Corte Suprema son impolutos y conocen y respetan perfectamente la Constitución y las leyes. Y creer es confiar en los demás, sin conocerlos de manera directa, sin tener pruebas de su buena o mala conducta, sin saber cómo se comportan en sus cotidianidades, y sin tener la menor idea de sus valores morales, éticos y cívicos.


En tal suerte, creemos de buena fe en los magistrados de la Corte y evitamos preguntar, y aún menos indagar –pues no somos detectives judiciales ni periodistas investigadores- si en efecto estos magistrados están haciendo las cosas bien. Al menos nada distinto nos dicta la constitución, el respeto por las personas y la puesta en práctica del principio de buena fe cuando se trata de calificarlas sin tener por cierta nuestra acusación.


Sin embargo, la misma RAE, describe o define esta actitud del padre Arango Escobar, como un descreimiento –descreer es el verbo- como algo demostrativo de que una vez se creyó en las instituciones, en las cortes y en los gobernantes. Pero, descreer es también desconfiar de algo (de la narcocracia) o de alguien (de los magistrados de la Corte con familiares empleados en la fiscalía). Es muy  difícil creer en los magistrados, como es difícil creer en los políticos, pues en la historia poco hay memoria de sus logros y aportes; mientras que sí tenemos claro en nuestra memoria, lo que además es un hecho difundido ampliamente por los medios de comunicación: que en las altas cortes –no importa sin en manos de ex magistrados- regía un cartel de corrupción judicial (el cartel de la toga).


El sólo hecho de reconocer que los altos magistrados de la corte suprema, tuvieron de negocio la promoción y venta de injusticias, así como sus lazos de consanguinidad con empleados de la actual fiscalía, bastan para que ahora las colombianas y los colombianos desconfiemos de ellos. Si embargo, esa pérdida de confianza puede revertirse, sólo y únicamente, con la buena conducta de los magistrados. Si demuestran, por ejemplo, que en verdad conocen la Constitución y las leyes –especialmente la Ley estatutaria de la administración de justicia y su artículo 54- y cumplen con el deber de elegir a una fiscal entre las ternadas, que por haber sido validadas por ellos se concluye objetivamente que deben votar sí o sí, al menos por aquella de las tres aspirantes que menos les disguste.


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