Por: Guillermo Linero Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda.
Este título de Colombia en calidad de paria, en cuanto a sus relaciones internacionales, parece insólito si tenemos en cuenta que el país ha sido considerado como poseedor de una de las democracias más sólidas del continente americano –a mi juicio, ni en apariencia lo ha sido–. Esto ha implicado, de facto, que sus relaciones internacionales sean las mejores. Sin embargo, se trata, por lo general, de relaciones basadas en vínculos comerciales o en lealtades militares.
Así se comportó el mundo occidental antes de la Segunda Guerra Mundial; y sólo hasta después de ella –con la conformación de la ONU en 1945– se desarrolló ese concepto del derecho internacional que amparaba, ya no sólo los negocios jurídicos internacionales –la pérdida de una cosecha de café, por ejemplo–, sino también las actuaciones de gobernantes malsanos contra su población –la pérdida de la vida de jóvenes participantes en una marcha pacífica, por ejemplo–.
Para ello, la comunidad internacional –especialmente los denominados países aliados– se vio en la necesidad de estructurar derechos en pro del respeto a la vida que irían un poco más allá de los llamados derechos de los ciudadanos –consagrados en las constituciones nacionales–. Esta necesidad se materializó en la legislación sobre los llamados derechos humanos que tienen jurisdicción internacional.
De ahí nace la esencia jurídica de la premisa “la vida es sagrada”, que implica un castigo terrenal distinto al milenario de la biblia, cuya connotación de advertencia consistía en un castigo celestial. En tal contexto político, bajo el cual se desenvolvería la segunda mitad del siglo XX, en términos de relaciones y compromisos internacionales, Colombia se dio el lujo de ser la sede de la fundación de la OEA en 1948, y eso la convirtió en una de las naciones más decentes –también en apariencia– en cuanto a derechos humanos y a relaciones internacionales.
Con todo, el cambio de agujas dado por el gobierno de Duque –con respecto a la historia de nuestras relaciones internacionales– ha sido tan brusco que, inevitablemente, más temprano que tarde se descarrilará el tren. En efecto, ya he observado en otras notas que últimamente Colombia ha sido paria en sus relaciones internacionales. Les recuerdo, entre otros ejemplos, la adhesión vulgar al trumpismo o el vergonzante fiasco en el caso de Jineth Bedoya. Y quizás la más grande de esas banderas del error ridículo sea su política con respecto a Venezuela, país al cual el presidente Duque y sus copartidarios comenzaron a denunciar ante el mundo solicitando comisiones de vigilancia de los derechos humanos, y mostrando de ella un rostro horrorosamente incendiado; el mismo –qué triste paradoja– que hoy tiene Colombia ante el mundo sin necesidad de fake news, ni perversidades de países vecinos.
En fin, el botón de oro que da origen a este escrito es, precisamente, otro garrafal error en el campo de la diplomacia internacional: el gobierno colombiano, por intermedio de su canciller, Marta Lucía Ramírez, ha negado el ingreso al país de una comisión internacional de derechos humanos. Este ingreso había sido solicitado por la CIDH, en carta dirigida a la Presidencia de la república, en el contexto del paro y de la movilización social todavía vigentes.
Los hechos que el mundo ha tenido la oportunidad de observar en videos de primera mano no solo son propios de una barbarie, sino que, además, a la luz de observadores internacionales, parecieran demostrar que el Estado está jugando el peor de los papeles: el de agresor. Frente a esa alerta espontánea, es apenas natural que se activen los resortes de ese mecanismo internacional de ayuda a las poblaciones sin importar fronteras, ideologías ni religiones.
Por su parte, ha explicado la canciller colombiana que no permitirá el ingreso de dichas comisiones hasta que las autoridades colombianas no terminen de realizar sus investigaciones preliminares. Y tiene razón. Esa es la gran falacia detrás de semejante decisión; porque el derecho internacional –a primera vista y en este tipo de acciones penales– está hecho para funcionar solo cuando los sistemas nacionales hayan fracasado. Y los sistemas nacionales actúan siguiendo un protocolo o debido proceso que se inicia con las investigaciones –en nuestro caso las realizadas por la Fiscalía, la Procuraduría y la Defensoría del Pueblo–.
De modo que las organizaciones y las cortes internacionales tienen luz verde para intervenir en conflictos internos de los países únicamente cuando los sistemas nacionales fallan o incumplen. Por ello, Colombia se ampara en ese principio y manifiesta públicamente que las autoridades no han dejado de actuar, si no que se encuentran apenas en etapa de investigaciones.
No obstante, lo cierto es que detrás de tal postura hay una falacia típica y además semi-inteligente porque todavía ni la OEA ni su órgano autónomo CIDH han abierto proceso alguno contra Colombia a raíz de los hechos en cuestión. No los han abierto y eso quiere decir que no se están metiendo con nuestra autonomía jurídica. Otra cosa es la solicitud de una visita para la veeduría de los derechos humanos –ya dije que para estos derechos hay jurisdicción internacional–, pues la misma misión de la OEA fundamenta en su carta institucional las actividades de prevención: afianzar la paz y la seguridad del continente, prevenir las posibles causas de dificultades y asegurar la solución pacífica de las controversias.
De tal suerte, querámoslo o no, la OEA puede mandar avanzadas de observación al interior de un Estado cuando todavía, sobre unos hechos específicos en los que están seriamente en riesgo los derechos humanos de una población, no se ha llegado aún a la etapa de la decisión judicial.
De manera que responder con negacionismo a una petición elemental y obvia es un error tan monumental que hasta Amnistía Internacional ya se pronunció, por medio de su directora para las Américas, Erika Guevara-Rosas, quien aseguró que tal negación se trata de una “decisión peligrosa”. Y, además, subrayó esta verdad de a puño: “Iván Duque pierde la oportunidad de mostrar voluntad política para reconocer las graves violaciones de Derechos Humanos que cometen las fuerzas de seguridad bajo su mando”. Y cuando esto ocurre, indefectiblemente el Estado que haya cometido la falta se gana el título de país paria.
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