Por: Guillermo Linero Montes
Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda
El trasunto de la palabra oposición, pese al carácter antagónico de su significado, hace referencia a una íntima relación entre dos elementos, condicionados en algún sentido a confrontarse cada uno contra el otro. Los opuestos no son sustancialmente diferentes, porque la diferencia ocurre de modo pasivo (las diferencias entre un gato y una silla no hay porqué llevarlas al discurso); mientras que la oposición hace alusión a un verbo, a la acción o efecto de oponerse (hay que elaborar un discurso).
En la tradición de la percepción filosófica se consideran dos acepciones del término oposición; la que refiere el antagonismo entre dos elementos (un animal y un objeto) y otra la emanada de dos juicios que se confrontan (lo falso y lo verdadero). De esta segunda acepción hace parte la oposición política, que es la confrontación entre dos opiniones –digámoslo así- acerca de una decisión gubernamental de expreso interés público: una decisión a tomar de la cual no puede asegurarse a ciencia cierta que será efectiva o no (se desconoce lo falso o verdadero del discurso).
En el ejercicio de la oposición política, por tratarse de opiniones acerca de lo público, todas las personas participan de ella (no importa si advertidos o no). De tal manera que en la oposición política no hay uno y otro oponente, sino un pequeño grupo de personas que detenta el poder -podría ser una élite o un partido político- y un grupo mayor de personas que le declara sus ideas contrapuestas.
Aunque así descrita la oposición política pareciera una suerte de compacta armonía, la ignorancia humana ha condicionado su práctica a un estrado leonino; de tal suerte que el punto de equilibrio entre una parte y la otra que le cuestiona, se ha interpretado malamente como el punto de la repulsa: el lugar de los odios y de las venganzas.
La historia en Colombia nos devela que el ejercicio de la oposición ha sido traumático. De hecho, nuestra tradición de odios y venganzas no está enraizada en nuestro temperamento unipersonal –el natural espíritu cambiante de los humanos que tiene que ver con la sanidad mental- sino en las actuaciones de quienes en notorio equilibrio mental se reúnen en torno a un partido político, en torno a una ideas y a unos planes de gobierno específicos. Por tal razón, nuestra violencia es política; y si ahora hay bandidos de todas las calañas es porque en el ejercicio de las pugnas políticas llegamos al extremo de las atrocidades. Un extremo donde se desdibujan los valores y se pierden las precisiones cognitivas que explican ideológicamente las causas de los problemas.
La oposición política en Colombia ha significado guerra y muerte. Así ocurrió entre centralistas y federalistas, como lo ilustra muy bien el atentado contra la vida de Simón Bolívar cuando era presidente de La Gran Colombia en una escaramuza liderada por un grupo de opositores del cual hizo parte el general Santander. Igual ocurriría entre liberales y conservadores, que hicieron de la contienda política; es decir, del ejercicio de la oposición, un hecho social vergonzoso.
Lleno de atrocidades fue también el mutualismo de los partidos Liberal y Conservador, que acordaron en un “frente nacional” excluir y rechazar a quienes tuvieran matices de izquierdistas o comunistas. Y ni qué decir del período presidencial de julio César Turbay Ayala o de los dos períodos del expresidente Álvaro Uribe Vélez: como solo había ocurrido hasta principios del siglo XIX durante el virreinato de los españoles, con estos expresidentes -Turbay y Uribe- volvieron a usarse los métodos más crueles para desgastar a sus opositores. En dichos gobiernos no solamente se perseguía a quienes se alzaban en armas movidos por el sufrimiento o la advertencia de la tragedia social; sino también a muchos intelectuales, a críticos y a espontáneos cuya sensatez les impedía quedarse quietos y callados.
Buena parte de tales oponentes fueron torturados en las caballerizas que promovía el abuelo del senador Miguel Uribe Turbay, y muchos fueron tildados de guerrilleros durante los gobiernos de Uribe. Una tradición de estrategias crueles contra la oposición, semejante a la ejercida recientemente por el expresidente Duque contra los jóvenes protestantes de la llamada “Primera Línea”.
Por fortuna, si reparamos el trato que en términos del ejercicio de la política les ha dado Petro a sus opositores, hoy podemos decir que todo eso ha llegado a su fin. Sin duda, la llamada “paz total” ha inclinado la balanza en favor de que ello sea así. Y una paz total no podría ser real si se excluyeran precisamente a quienes son acusados de participar o contribuir en actos de guerra y de violencia.
Los acercamientos de los gobiernos democráticos con los grupos políticos de oposición, siempre han sido tímidos, y la más de las veces inconsecuentes o, para decirlo con objetividad, paranoicos y aleve. Que el presidente Petro haya recibido en sus primeros días de gobierno al expresidente Uribe –a quien más de medio país considera un personaje tenebroso-, que haya vinculado en su equipo de trabajo a personajes de la vida política tradicional non sancta, o que haya invitado al presidente de Fedegan José Félix Lafaurie a hacer parte del equipo de gobierno en los diálogos de paz con el ELN, no significa abrir ventanas para que se filtren por ellas los representantes de lo abominable y así, maquiavélicamente, gobernar sin el miedo a ser derrocado. No, todo lo contrario, con la inclusión de quienes de modo recurrente han motivado la necesidad de reglar una guerra total, lo que ha hecho el presidente Gustavo Petro es cerrarle, de una vez por todas, las puertas a la barbarie.
*Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona que ha sido autora y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación al respecto.
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