Por: Guillermo Segovia Mora. Columnista Pares.
Mucho se ha escrito y especulado sobre las razones para que un sector de la sociedad puede tener una actitud adversa y radical contra la paz. Desde luego, quienes fueron víctimas y profesan una ideología de extrema se inhiben de un análisis del contexto comprensivo de la historia del conflicto. Odiarán por siempre. Pero militar en una causa contra una solución no sangrienta de una guerra de décadas y liderar una posición como esa, es maldad.
Si tal forma de ver la alternativa a la tragedia humanitaria se convierte en la orientación de la política de un gobierno, el país cayó en el absurdo más fatal. En predios del Alto Comisionado para la Paz, como quedó en evidencia en el episodio despachado a las volandas de la cartilla de la Esap, con la “paz con legalidad” se sustenta que la violencia es el resultado del progresismo liberal -que ha guiado el desarrollo democrático de Occidente por siglos. El “Bien común” determinado por “el creador” es roto por el individualismo, el materialismo y el ateísmo contra “valores morales” como la obediencia y la mansedumbre. La rebeldía y la inconformidad son pecados. Herejías que deben conjurarse.
Durante décadas la clase dirigente del país aceptó en consenso que la subversión radicaba en raíces económicas, sociales y políticas y ese criterio orientó las sucesivas negociaciones de paz de gobiernos liberales y conservadores desde que el M19 planteó la posibilidad de alternativas para el cese del levantamiento a través del diálogo nacional. Nunca se supo en qué podrían terminar las conversaciones porque no se llegó a acuerdos específicos, pues la oposición de sectores ultraderechistas y los cálculos estratégicos de la guerrilla mataron el intento.
El gobierno gamonal contrainsurgente de Álvaro Uribe aupado por el terror sembrado por el paramilitarismo rompió esa tradición para imponer la vía de la pax romana, la destrucción del enemigo sin miramientos. Para evitar el encarte humanitario y el reconocimiento, marcó a la insurgencia con el sello infamante de moda en la época de Bush padre, terrorismo. E hizo extensivo a los sectores inconformes y adversarios de sus políticas, tales señalamientos lo que conllevó persecución y no pocas veces la muerte. Al tiempo ofreció una generosa negociación a los grupos paramilitares, que, en palabras de uno de sus consejeros, “ya habían cumplido su misión histórica”.
La última generación del siglo XX y la primera del XXI crecieron con el imaginario esparcido por los medios, de que los campesinos que defendiéndose del ejército y protegiendo sus cultivos fundaron las Farc, los universitarios que cuestionando la exclusión del Frente Nacional y por la utopía de una sociedad igualitaria crearon el ELN, incluido el cura Camilo Torres, y el EPL, los partidarios de Rojas Pinilla indignados por el fraude que puso en el poder a Pastrana padre, cofundadores del M19, eran una manada de depredadores y asesinos. Y sí, la guerrilla cometió crímenes, pero nunca renunció a que la razón de su insubordinación era la justicia social y la apertura democrática. Negarles eso era convertirlos en bandas de facinerosos que había que erradicar a cualquier precio.
Uribe los quiso de rodillas para ofrecerles el último vaso de agua. Santos, su ministro de defensa y Sergio Jaramillo, asesor del ministro y cerebro de la nueva visión, consideraron que, debilitado el enemigo, era más provechoso en lo político y para economía y la historia, tender la mano. Retomaron el criterio de las causas objetivas del levantamiento, el carácter político de los beligerantes y la negociación como vía civilizada para poner fin conflicto armado. La agenda trascendió el desmonte de la guerrilla hacia acuerdos sobre temas centrales de la realidad rural y la participación política que la república señorial no tramitaría por cauces normales.
Pero un viraje de tal magnitud, frente a una política que en números requería contar con el apoyo de quien buena parte de la sociedad consideraba -el así lo cree- el “salvador” por haber arrinconado, con unas fuerzas armadas que heredó fortalecidas, a una insurgencia en evidente expansión y, en apariencia, recuperado un Estado fallido. Aunque en la realidad, su mesianismo autoritario desconfiguró la institucionalidad de la Constitución del 91 cooptando el Congreso, atacando las cortes, neutralizando los organismos de control e imponiendo la reelección y afrentando a la oposición.
Tal vez fue Ramón Jimeno, quien advirtió que una opción por la desmovilización negociada de las Farc sin el beneplácito de Uribe era un riesgo. Juan Manuel Santos, elegido presidente con los votos del uribismo, en un mal cálculo pateó el tablero. Quién sabe por qué no intentó la atracción política de su antecesor y mentor, siendo reconocido como un hábil ajedrecista. Así, se ganó un enemigo acérrimo del proceso y medio país electoral en contra, como lo demostró el plebiscito ratificatorio de los acuerdos, que aun con las trampas, fue una derrota deslegitimadora.
Plantear la salida negociada a un electorado volteado hacia la guerra por el uribismo fue audaz pero una estrategia de comunicación a veces ingenua y grandilocuente, otras veces catastrofista, en lugar de promover concurrencia hacia un objetivo plausible como la paz, la espantó. Eso de poner a soñar a la gente con remansos de tranquilidad cuando todavía humeaban los cañones de los fusiles mientras los medios afines al expresidente se dedicaban a mostrar a la guerrilla en desbandada o una saturación de sus atrocidades, que hacían repudiable cualquier concesión, no era creíble ni comprensible.
Santos logró, eso sí, gracias a la maniobra y la “mermelada” -termino que el mismo acuñó para denominar los arreglos burocráticos con el Congreso- imponer unas mayorías parlamentarias que legitimaron un acuerdo balbuciente tras el No en el plebiscito y aprobaron las normas básicas de la desmovilización y la arquitectura de la justicia transicional. Sin embargo, como todo arreglo clientelista, al llegar un ejecutivo de otro signo replanteó los términos y hoy la paz carece de dolientes en el Capitolio, salvo la centroizquierda y el santismo. Tan mezquino es el respaldo de algunos sectores políticos al acuerdo que podrían votar contra el ahora.
El país necesitaba pedagogía para entender por qué era más humano intentar una solución negociada del conflicto, mas con una sociedad polarizada debido a que el uribismo asumió la gestión de Santos como una traición. Esa inconsistencia no la pudo tapar ni el Nobel que premió y trató de apuntalar el proceso. Se requería política fina y de altura, una mayor dimensión conceptual de la paz y una sociedad vigorosamente movilizada hacia ese objetivo, sin desconocer el incansable papel de cientos de organizaciones de la sociedad civil que se echaron al hombro la tarea de proclamar la buena nueva de la paz en los más recónditos parajes y a todas las poblaciones posibles.
El gobierno fue incapaz de llevar el Estado a los territorios abandonados por las Farc y se los dejó al ELN, las disidencias, las bandas delincuenciales y un paramilitarismo de nuevo desatado contra las reformas y para mantener el saqueo y el despojo, con su población a expensas de la violencia macabra atemorizadora y una cacería salvaje de líderes sociales en una estrategia preventiva que busca decapitar opciones de cambio. Las regiones que más apoyaron el proceso de paz son las que mas reciben el suplicio.
La cuenta de cobro llegó. No obstante que buena parte del electorado crítico, informado, sensible, progresista, advertido de lo que venía, le dio una votación histórica a Gustavo Petro, la visión confesional, latifundista y autoritaria de Uribe se impuso a través de interpuesta persona y la consigna que sin tapujos exhortaron los más radicales del Centro Democrático de “hacer trizas ese maldito papel” es realidad.
Se atiende a los desmovilizados y se adelantan los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial -Pdet, pero con nuevos parámetros hacia el control social y con mínimos recursos, las fumigaciones con glifosato y la erradicación forzada de cultivos reemplazaron el Plan Integral de Sustitución Voluntaria, la Reforma Rural Integral está en nada, la Circunscripción de Paz fue embolatada y la vida de líderes sociales y desmovilizados se dejó a su suerte. La administración Duque defiende que está cumpliendo los acuerdos, se ufana ante los organismos internacionales y de paso aprovecha esos recursos, pero desarticuló la concepción de reconciliación que por consenso sustentó la negociación.
Como no se reconoce le carácter político de la insurgencia, se insiste en que la justicia que debe juzgarlos es la penal ordinaria, el único actor criminal en la violencia del país es el terrorismo y la única verdad es la de los vencedores. Por eso el Sistema de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición es sujeto de intentos permanentes de reforma y se tolera de mala manera y se retuerce la construcción de memoria. Para esa visión, el contenido de los acuerdos y la institucionalidad de la justicia de transición carece de legitimidad, dado que se creó como una concesión a un enemigo derrotado y sus bases filosóficas radican en el ideario progresista que las corrientes uribistas impugnan como causa de los males de la sociedad.
Poco a poco la apuesta por el diálogo y la negociación como alternativas de solución pacífica de conflictos, el pago de la deuda histórica con los territorios y las comunidades rurales, el empoderamiento de sus liderazgos, la ampliación de la democracia participativa y una nueva política para enfrentar el problema de la droga, con acento en soluciones de carácter social para los pequeños cultivadores, se relegaron por medidas autoritarias de represión y dependencia. La promesa civilizatoria de las negociaciones de La Habana se redujo a desarmar una guerrilla y languidece en medio de matanzas y horrores. Pero no ceja la esperanza de ese Canto por Colombia hasta que amemos la vida.
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