Por: Guillermo Linero Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda
En el área de los estudios sociopolíticos, uno de los temas más tristes y desagradables de abordar en la actualidad es, sin duda alguna, el reconocimiento de la práctica del body count: el llamado conteo de muertos. Una práctica atroz, no porque contar muertos resulte naturalmente repugnante en una cultura que tiene como primer mandamiento no matar, sino porque encierra un propósito aún más perverso: matar y hacerlo sin justa causa. Es decir, hacerlo “extrajudicialmente”, como ocurrió en Colombia con los “falsos positivos”: 6.402 jóvenes asesinados con el interés de evidenciar cifras que reflejaran resultados militares. Y con el agregado desagradable de que probablemente muchos de esos jóvenes no profesaban ninguna ideología y ni siquiera conocían los detalles del conflicto (esto cuando no eran, como algunos de ellos, jóvenes interdictos por discapacidad mental).
Con todo, así suene desagradable decirlo, contar muertos siempre ha sido natural y obvio en las faenas de guerra; pues, indefectiblemente, ello implica en buena parte la derrota o el triunfo. No obstante, casi todas las guerras convencionales están soportadas sobre disputas territoriales entre pueblos vecinos o ajenos, y su botín de oro no son las personas –los cuerpos–, sino el espacio geográfico: el territorio, sus riquezas naturales y cuanto haya sobre él que sea susceptible de ser explotado económicamente.
Si descontamos los genocidios por causas raciales o de discriminación cultural, realmente son pocas o inexistentes las guerras donde lo que se busca es aniquilar al otro para quitarle algo que no es material. Las denominadas guerras santas son así: enfrentamientos a muerte por un valor intangible e invisible, por un discurso. Hitler, por ejemplo, no sostuvo una guerra contra los judíos; él únicamente se dedicó a asesinarlos sin justa causa.
Las perversidades de los grupos xenófobos, homofóbicos o racistas del mundo, aunque sean de sumo cuidado, son realmente casos aislados. Y esto es así porque el botín de oro de las guerras es la ganancia de un nuevo suelo para explotar, y no las personas. Con mucho pesar, en Colombia las dos cosas ocurren campantes: la práctica de la versión perversa del body count –matar para contar y sumar– va pareja al interés de rapar los territorios a las y los campesinos.
De cualquier manera, a diferencia de como ocurre en los contextos de paz como el de la JEP –donde contar muertos (6.442) es para esclarecer unos hechos en juicio–, en toda guerra el conteo de muertos es un necesario inventario para saber con qué se cuenta después de haberla acabado. Es el consecuente desenvolvimiento de una mentalidad guerrerista o paranoica: prever hacia el futuro la ocurrencia de menos muertos en el propio bando y asegurarse de que habrá muchos más en el bando contrario. Sin embargo, realmente el conteo de los muertos no sirve para obtener la victoria. En la guerra del Vietnam (1955-1975), por ejemplo, los Estados Unidos se retiraron –o mejor, se rindieron– luego de haber asesinado a más de un millón de vietnamitas –entre soldados, niños, mujeres y ancianos– y luego de haber perdido ellos tan solo 69.000 soldados.
El body count, como estrategia militar, apenas tiene sentido si el propósito de la guerra –si su botín de oro– no es un territorio ni la riqueza de una nación, ni las ventajas que permiten nuevas vías de comunicación, sino acabar con la vida del enemigo o víctima y sumar así victorias falsas y cobrar por ello. Ni siquiera se trata del avasallamiento de un pueblo para ponerlo a trabajar, como cuando los europeos y los norteamericanos se adentraban en territorios africanos para “cazar” negros y no para acumular hectáreas.
De ahí la atrocidad frente al hecho de la versión actualizada del body count, acuñada a partir de 1963, cuando Eisenhower decidió –no teniendo como botín de oro las tierras del Vietnam del Norte, ya tomadas por la URSS y China en apoyo a los comunistas– que lo mejor era contener la propagación de lo que a su juicio constituía el gran factor de la guerra y por el cual tendrían que cambiar el rostro y el interés material del botín de oro. Ahora irían tras la ideología comunista: matar a los chinos, a los rusos y a quienes propagaran sus ideas, pues tras ellas lo que había era una estrategia de inminente invasión territorial a los Estados Unidos, a sus colonias y aliados (entre estos Colombia), como ya lo habían visto en Cuba. De hecho, a través de un lenguaje de apoyo político y económico de la URSS, la isla terminó –recordemos el suceso de los misiles– comportándose no solo como un país ocupado ideológicamente, sino como un país ocupado territorial y militarmente por el bloque de países socialistas.
El pánico a que se replicara el efecto de la revolución de “los barbudos” en los demás países de Latinoamérica, como parecía que iba a ocurrir, condujo a los norteamericanos a poner en práctica la estrategia del body count. Pero esta vez no para contar muertos y cumplir así con el inventario de las guerras convencionales, cuyo botín era el territorio, sino para contar las bajas de los enemigos ideológicos, de aquellos que podían, según ellos, invadirles y derrotarles con la sola arma de la ideología y convertirles en comunistas. Una perspectiva que desbarataba sus sueños de ambición capitalista.
De ahí proviene el gran peligro de la estrategia militar del body count: ya no se trata de un inventario para contar bajas y medir la eficiencia o ineficiencia de las estrategias aplicadas o la calidad del armamento usado, sino que hoy significa matar oponentes. No cabe en la cabeza de nadie que exista una persona hija de nuestro tiempo (a excepción de que tenga un problema mental) a la que le resulte tan bonito contar ovejas como contar jóvenes muertos; y peor aún, propagar subrepticiamente la idea de que la muerte ya no se la merece en lícita actuación quien pretenda invadirle el territorio a otro, o tomarse una casa ajena a la fuerza, sino también quien diga cosas distintas a las suyas; como si los ateos salieran un día a matar creyentes o viceversa, o como si los traquetos gobiernistas salieran a dispararles a indígenas y a jóvenes colombianos indefensos.
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