Guillermo Linero Escritor, pintor, escultor y abogado de la Universidad Sergio Arboleda
El poder de los gobernantes existe gracias al consentimiento de quienes les eligen o escogen (que no es lo mismo). En el primer caso –cuando son elegidos– la mayoría de los votos son conducidos o comprados, como presuntamente fueron buena parte de los votos que le dieron la victoria a Duque en la disputa por la Presidencia; y en el segundo caso –cuando son escogidos– la mayoría son votos de opinión, como los votos que dieron la victoria a Claudia López en la disputa por la Alcaldía de Bogotá.
No obstante, en cualquiera de los dos casos, el pueblo es el único causante de ese poder, y solo los militantes y/o simpatizantes de una organización de poder o los seguidores de un poderoso pueden agostarlo o robustecerlo. De modo que el poder –aquí nos referimos al poder político– tiene como contrapeso otro descomunal poder dormido: el poder del pueblo. Por tal razón, cuando quien detenta el poder político o el de las armas deja de ser consentido por su pueblo, inmediatamente queda abierta la puerta para que le sobrevenga el aplastamiento popular. Los ejemplos son tantos y tan desagradables que no vale la pena mencionar uno solo acá.
De manera que la única fórmula infalible de todo mandatario para salir glorioso e impune de su tiempo de mandato (o para sostenerse más tiempo del previsto en él) es proveyéndose de una relación armónica con su pueblo. Por eso las pugnas civiles –no importan cuántas y qué tan seguido ocurran– siempre resultan anómalas, ya que en ellas se enfrentan policías –representantes de una parte del poder y del gobernante que lo detenta– y las personas de a pie, que son otra parte importante del poder político.
De ahí que la gente no comprenda por qué los policías, siendo parte del pueblo, se enfrentan a muerte con las personas de la sociedad civil. Ignoran que policías y soldados, en la estructura del Estado, hacen parte del Gobierno y no del pueblo. Es la estructura organizativa del poder la que los separa. Recordemos que el Estado se sostiene gracias a tres pilares básicos: el territorio, que implica un espacio y la determinación de fronteras; el pueblo, que habita dicho territorio; y un poder político, con un Gobierno que lo detenta y ejecuta. Este poder político, a su vez, está subdividido en dos elementos: en un programa político de gobierno y en una fuerza represiva o de seguridad, para nuestro ejemplo la Policía.
En consecuencia lógica, bajo semejante esquema estructural del Estado, algunos gobiernos parecieran comportarse más inclinados al elemento de la fuerza –que oprime y reprime– que al elemento de la idea –que socializa y acuerda–. Es decir, gobiernos que están más del lado de las autoridades que de la ciudadanía. No por distintas razones la comunidad académica centrada en el estudio político ha enrumbado su interés hacia el pueblo como el único beneficiario del poder, y lo ha hecho en torno a preguntas como: ¿el poder para qué? ¿el poder para quién? o ¿por qué cambian quienes obtienen el poder?
“El poder para qué” es una frase célebre que en Colombia le endilgan al expresidente colombiano Darío Echandía. Sin embargo, desde la fundación de Roma, esa pregunta se la habían hecho y respondido ya todos los poderosos de la cultura política occidental. Hasta donde entiendo (con mis modestos conocimientos en Derecho Romano), no dudo de que la respuesta de Rómulo habría sido: “El poder para proteger a mi gente, el poder para darle seguridad y posibilidad de desarrollo al pueblo que me escogió; es decir, el poder para el pueblo”.
Pero bueno, de Rómulo hasta acá se han sucedido tantos gobernantes, o sea tantas personas con la suerte o con la mala suerte de tener el poder, que se ha viciado esa respuesta original suya sobre “el poder para el pueblo”. En efecto, pese a aquel antecedente democrático, y si reparamos en la tira de la Historia, encontraremos cómo estas respuestas que doy a continuación han sido o parecen ser las más generalizadas: “El poder para mí” (pensemos en el típico dictador); “El poder para mi familia” (pensemos en las monarquías); “El poder para mis copartidarios” (pensemos en las dictaduras de partidos); o “El poder para mí, para mi familia, para mis copartidarios y para nadie más” (pensemos en el Gobierno de Duque, por ejemplo). Como vemos, en estas respuestas se ha descontado al pueblo en calidad de destinatario único del poder, dejando en dicho lugar solo a los militares, a los gobernantes y a los policías.
En su condición de “poder para el pueblo”, ha cambiado tan diametralmente la noción primigenia de poder que hoy son numerosos los artículos filosóficos, sociológicos, en fin, las reflexiones de autores muy serios, que se han entregado a las discusiones acerca del tema. Debates casi todos fundados en esta frase cuyo trasunto sigue sin redimirse: “El poder es del pueblo”. Frase que descarta de plano la función aberrante del poder en cualquiera de estas condiciones: “para mí, para mi familia o para mis asociados políticos”.
Esas discusiones, más académicas e intelectuales que de parleros, acerca de a quién debe favorecer el poder y su función, están también basadas en el hecho natural de que el poder –quiérase o no– es el ejercicio de la voluntad de una persona por encima de las otras. Por eso resulta natural que, cuando la voluntad del pueblo coincide con la del poderoso (es decir, cuando un pueblo le propone a su gobernante ejecutar una obra determinada, tal y cómo este ya la había pensado o prometido durante su campaña de precandidato), el gobernante de inmediato la descarta como empujado por una suerte de resorte. La descarta sin reparar en su pertinencia e importancia, única y estrictamente porque debe evitar a toda costa el desvanecimiento de su poder, que en la coincidencia con sus subalternos resulta muy disminuido.
Lo contrario a esas frases respuestas sería “el poder para el pueblo”, como debe ser. O, tal vez, para irnos más lejos en la intención benévola de esta frase, “todos al servicio del pueblo”. De ahí nace el criterio, también verdadero y sólido que fuera frase bandera de los zapatistas en México (a mediados de la segunda mitad del siglo XX), acerca del poder entendido como la acción de “mandar obedeciendo”, y no en su condición de acción malévola: “mandar mandando” (tal y como lo describe en sus tesis sobre ética el teólogo y filósofo mexicano Enrique Dussel, tesis que advierte sobre la falta de libertad de los pueblos en dicho esquema de obligada sumisión).
Si el poder es responsable de los abusos, y de él hacen parte los opresores, entonces, ¿podemos decir que el poder cambia a las personas que lo detentan? Lo normal y corriente es que entre las dos opciones que existen (que un gobernante se convierta en una persona buena habiendo sido mala, o lo contrario), la opción negativa es la más generalizada. Por ejemplo, cuando se dice que a alguien “lo cambió el poder”, no hay necesidad de dar explicaciones de si lo hizo para bien o para mal; porque la mayoría de personas lo interpretaría en calidad de sobrentendido, excepto que el cambio haya sido para bien.
Muchas personas hablan, por ejemplo, para referirnos a nuestro caso, de la conducta ejemplar del presidente Duque en sus cargos y oficios anteriores. Sin embargo, a todas luces, como a quien lo sorprenden iluminándolo de pronto con un círculo de luz en medio de la oscuridad, nos ha sorprendido con su comportamiento totalmente contrario a lo que se decía de él. Pero para irnos más lejos en el espacio geográfico, y también más lejos en el tiempo, recordemos la popularizada historia del emperador Claudio, descrita por Robert Grave en su novela “Yo, Claudio”, porque ese emperador, justamente, dio el cambio que nadie esperaba de él y que todos esperaríamos de un gobernante.
Cuando murió Calígula (el 24 de enero del 41 d.C.), entre todos los descendientes de la dinastía julio-claudia, a Claudio le correspondía legítimamente el título de emperador. Si los integrantes de la Guardia Pretoriana que debían oficializar su ascenso lo hubiesen considerado medianamente inteligente, de seguro le habrían asesinado; pero como lo vieron torpe, tartamudo, casi un idiota, le proclamaron emperador para “titeretearlo”. Con todo, Claudio les dio una sorpresa –semejante a la que en Colombia le diera el expresidente Juan Manuel Santos a su antecesor– desligándose de los intereses de la Guardia Pretoriana. Y, por cuenta de sus propias ambiciones, expandió el imperio romano hasta donde ninguno de su estirpe julio-claudiana había llegado.
En fin, pensando en todo ello, creo que vale la pena preguntarse: ¿si Claudio cambió para bien por qué no puede cambiar… digamos, el presidente Duque?
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