Por: Redacción Pares
Cuando el mal del olvido le quitó a Gabriel García Márquez el gusto por los libros, su único consuelo eran las canciones y los poemas. Fue lo único que no le quitó la enfermedad. Gabo era un músico. Sus amigos recuerdan que en su juventud amenizaba con su voz las parrandas vallenatas. Incluso pudo haber sido cantante. Si algún día, todo fracasara en la literatura, le quedaba esa balsa. O la de pegarse un tiro en la sien. De esto se trataba todo, de vencer o morir.
Rodrigo García en el libro donde cuenta los últimos años del escritor en la casa de la Calle del Fuego en Ciudad de México, recuerda que la música era el vaso comunicante con su familia. Los vallenatos estallaban dentro de la casa, incluso ya agonizante, en esa semana santa del 2014, lo que se escuchaba era a su viejo amigo Escalona, a Leandro Díaz. Toda la belleza del valle. A Gabo le encantaban los boleros. Cuando ya la fama empezó a agobiarlo y en las entrevistas buscaban las respuestas de un erudito Gabo cedía a la tentación de afirmar que su compositor favorito era Bela Bartok. No sabemos si lo hacía por imposición cultural o porque aprendió a amar la música culta.
Pero prefiere creerle a él mismo. Su última gran obra, antes de que todo se nublara, fue Vivir para contarla. Es una lástima que este proyecto que le tomaría varios tomos apenas alcanzó a escribir sus primeros años. En ella cuenta lo siguiente: “Hasta donde recuerdo, mi vocación por la música se reveló en esos años por la fascinación que me causaban los acordeoneros con sus canciones de caminantes [...] Desde que escuché a los primeros acordeoneros de Francisco el Hombre en las fiestas del 20 de julio en Aracataca me empeñé en que mi abuelo me comprara un acordeón, pero mi abuela se nos atravesó con la mojiganga de siempre de que el acordeón era un instrumento de guatacucos”.
Entre sus amistades más cercanas estaba Fidel Castro. Siempre le reprochó, sin hacerlo demasiado público, la intolerancia que tenía el dictador con los boleristas y soneros de la isla. A todos los echó. Gabo creía, que cuando nadie veía a Fidel, se deleitaba con las canciones de la Sonora Matancera.
Fue un bolerista consumado pero su pasión -esclavo de la nostalgia- era el sonido de su tierra, el vallenato. Incluso algunos críticos han afirmado que Cien años de soledad es un vallenato largo de trescientas cincuenta páginas. Pero igual siempre estuvo abierto a los nuevos sonidos. A finales de los sesenta aseguraba que uno de sus grupos favoritos era The Beatles. Incluso el propio Rodrigo García cuenta que, cuando él tenía 18 años, su padre entró a su cuarto mientras estaba viendo un concierto de Elton John, interesado se sentó en su cama, le preguntó como se llamaba el cantante, su hijo le respondió. Gabo se quedó unos segundos pensando hasta que soltó una de sus frases maravillosa: “¡Qué bolerista tan berraco!”
En los últimos años sus amigos, quienes lo visitaron, coinciden en que si bien a veces no recordaba ni su nombre si podía recitar de memoria versos de Góngora. Los compadres de toda la vida coinciden en que los cuatro vallenatos que nunca olvidó Gabriel García Márquez fueron: La casa en el aire, Jaime Molina, la Gota fría, la Diosa coronada y que reaccionaba muy bien ante Help de los Beatles.
Inevitablemente, cada vez que leamos una novela o un cuento de Gabo siempre vamos a evocar la música que amamos.
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