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A las personas defensoras de la tierra también hay que protegerlas

Foto del escritor: Germán ValenciaGermán Valencia

Por: Germán Valencia Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia


Hace un par de semanas, la organización ecologista y defensora de los derechos humanos Global Witness –una de las más importantes desde su labor de hacer seguimiento a la seguridad de líderes ambientalistas en el mundo– informó que, en los últimos años, Colombia ha ocupado el primer puesto en violencia contra personas defensoras de la tierra. Para el 2019, de 212 lideresas y líderes ambientales que fueron asesinados en el mundo, 64 ejercían su labor de defensa en nuestro país. En el 2020 estas cifras crecieron: a nivel global ocurrieron 227 asesinatos y 65 de estos se presentaron en Colombia.


Esta situación nos alerta sobre dos tipos de exterminio (íntimamente relacionados) que están ocurriendo en el país: el primero es la destrucción acelerada de nuestro medio ambiente; y el segundo, el asesinato sistemático de las personas cuidadoras de la tierra. Exterminios de los cuales la mayoría de colombianos y colombianas tenemos conocimiento, pero intentamos ocultarlo enterrando la cabeza como el avestruz, o sea, fingiendo que no nos damos cuenta de lo que ocurre en nuestro entorno.


El primer exterminio se presenta, desafortunadamente, como consecuencia de tener un país con una de las riquezas naturales más importantes del mundo. Colombia se caracteriza por tener una biodiversidad inigualable: posee el 50% del total de los páramos del planeta y, además, una inmensa cobertura boscosa que cubre el 30% de su territorio y que está dispersa en 59 áreas del Sistema de Parques Nacionales Naturales.


Esta riqueza ha provocado que los empresarios –tanto legales como ilegales– hayan convertido al país en un territorio de disputa por la extracción y desaparición de la naturaleza. Sus tierras son explotadas tanto por los colonizadores de la ganadería extensiva y expansión de la frontera agrícola –tipo colonos y campesinos– como por las economías ilegales – quienes desarrollan cultivos ilícitos extraen ilegalmente los minerales y realizan tala indiscriminada de la madera–.


Así, los páramos, las selvas y los parques naturales nacionales se han llenado de personas deseosas de aprovechar todo tipo de riquezas naturales. Una explotación que se está acelerando desde hace cinco años, luego de la firma del Acuerdo Final, y que está llevando a que, según el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (IDEAM), la tasa de deforestación se dispare de forma alarmante, pues, en menos de cinco años, por lo menos, se han perdido 750 mil hectáreas (has.) de bosque –219.973 has. en 2017, 158.894 en 2018, 197.159 en 2019 y 171.685 en 2020–.


A esta guerra de aniquilamiento contra la naturaleza, en la están implicadas tanto las manos criminales de los grupos ilegales como los grupos de personas de la población local –que insisten en abrir los campos para cultivarlos, talar los árboles para vender maderas escasas y lucrativas, o remover la capa vegetal con el fin de realizar su actividad extractiva– se le han opuesto, en el país, un grupo de personas –en su mayoría jóvenes, niños, niñas y mujeres– que, a través de labores pedagógicas y usando los pocos instrumentos que les ofrece el sistema político, han intentado proteger la naturaleza.


Así ocurrió en 2018, cuando un grupo de 25 jóvenes –muchos de los cuales eran niñas y niños– interpuso una acción de tutela, ante la Corte Suprema de Justicia, para exigir la protección de la Amazonía. Petición que fue aceptada y, a través de la Sentencia STC-4360 de 2018, se logró que los bosques, los ríos y los animales de este territorio fueran reconocidos como sujetos de derechos.


Esta fue una situación bastante similar a la que ocurrió un par de años atrás, cuando a través de la Sentencia T-622 de 2016 –emitida por la Corte Constitucional– se logró que el río Atrato fuera, igualmente, protegido por el Estado. De esta manera, en los últimos años se ha logrado que tanto la Presidencia de la República –Directiva Presidencia No. 10 de 2018– como la Procuraduría General de la Nación –Directiva No. 004 de 2019– se hayan visto obligadas a involucrarse, también, en el cuidado de los ecosistemas.


Desafortunadamente, todas aquellas personas que vienen desarrollando labores para evitar que se avance en el exterminio violento de la naturaleza, también se han visto involucradas en un segundo exterminio sistemático. Las personas defensoras de la tierra y líderes sociales ambientalistas vienen siendo asediadas de manera violenta y sufren de la impunidad de sus crímenes. Una situación que, como lo mencionó Global Witness, empeoró durante la pandemia y ha llevado a que el país sea el más peligroso para la defensa del bosque, la tierra, el agua y el aire en el mundo.


En este sentido, como sociedad tenemos una doble responsabilidad: por un lado, trabajar para que los hermosos bosques –aquellos que alberguen nuestra riqueza biodiversa– no se conviertan en inmensos terrenos de arena muerta y lagunas repletas de cianuro y mercurio; y, por el otro, proteger de manera colectiva a las personas cuidadoras de la naturaleza para que sus luchas por la defensa de los derechos de las generaciones futuras no se conviertan en motivo para ocupar la tumba prematura construida por los ilegales.


Como colombianos y colombianas tenemos que trabajar para que este doble exterminio se detenga; para que la destrucción de nuestros ecosistemas cese y, al mismo tiempo, se logre proteger a nuestros líderes y lideresas ambientales. Aquellas personas que –como los bosques, ríos y montañas– también son sujetos de derechos; seres que, aunque dispuestos a entregar la vida por la defensa de la naturaleza, necesitan protección para seguir haciendo por nosotros su papel de la defensa de los territorios.


* Las opiniones expresadas en esta publicación son de exclusiva responsabilidad de la persona a la que corresponde su autoría y no necesariamente representan la posición de la Fundación Paz & Reconciliación (Pares) al respecto.

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