
En Nariño, a la par que se anuncian avances históricos en materia de negociación, como el hallazgo de fosas comunes que contribuyen al esclarecimiento de la verdad o la construcción de planes de reincorporación para grupos armados, también suceden hechos que confirman la persistencia de la violencia, la expansión de economías ilegales y la revictimización de comunidades vulnerables. Nariño se mueve en una delgada línea entre los gestos de paz y la crudeza de la guerra, mostrando las posibilidades y los dilemas no resueltos de la política de paz total. Mientras se adelanta la negociación con Comuneros del Sur, que se convierte en un hecho histórico y representativo del enfoque de territorialización de la paz, facciones disidentes y emergentes, como la autodenominada Autodefensas Unidas de Nariño o diferentes columnas del Estado Mayor Central, siguen disputando corredores estratégicos y rentas criminales, profundizando la violencia en algunos lugares del departamento.
A pesar de las profundas contradicciones que supone la búsqueda del fin del conflicto en Nariño, la mesa de diálogos regionales con Comuneros del Sur, que se adelanta en las subregiones Abades y Guambuyaco, ha mostrado resultados concretos[1] como el desminado humanitario que avanza desde abril de 2025, la erradicación de cultivos ilícitos y el aporte a la verdad y la reparación; un ejemplo de ello es la apertura de cinco fosas comunes en el resguardo Awá El Sande, en el municipio de Samaniego y un antiguo campamento de guerra con, al menos, 15 cuerpos de personas desaparecidas entre 1999 y 2009. Este hallazgo, producto de la cooperación entre el Gobierno, el grupo Comuneros del Sur y organizaciones humanitarias, significa reparación y dignificación para las víctimas y demuestra que la negociación propicia acciones que contemplan las exigencias de las comunidades. Para las familias de los desaparecidos, que llevan décadas de incertidumbre, el hallazgo abre posibilidades de verdad y reparación. La apertura de fosas comunes constituye un hecho histórico a la vez que plantea interrogantes, la comunidad Awá, cuyos líderes siguen siendo asesinados, reclama garantías de no repetición. En un departamento con más de 4.500 casos de desaparición forzada, estos dilemas son centrales para la construcción de una justicia transicional que permita la reincorporación sin impunidad.
De manera paralela, el Gobierno presentó el plan de reincorporación para los Comuneros del Sur, que contempla renta básica, acceso a educación y salud, apoyo a proyectos productivos y formación política, hechos que apuntan a la reconfiguración de desigualdades históricas que han sido el sustrato en el que se enraízan los grupos armados. La creación de una zona de ubicación temporal (ZUT) en Mallama busca ofrecer un espacio de transición hacia la vida civil, que permita a los antiguos militantes, convertirse en actores comunitarios y políticos.
Sin embargo, mientras estos gestos humanitarios avanzan, en territorios muy cercanos se reportan hechos que demuestran la continuidad de la violencia. Informes de inteligencia militar han advertido que Comuneros del Sur podría mantener una estructura criminal paralela. La comunidad, la Defensoría del Pueblo[2] y, más recientemente, los medios de comunicación, han reportado la reorganización de algunos miembros de CDS bajo el nombre de Autodefensas Unidas de Nariño, con cerca de 180 hombres en armas y operaciones transfronterizas en Ecuador, estructura dedicada al narcotráfico y a la minería ilegal. Aunque Comuneros del Sur ha negado rotundamente tener vínculos con las AUN, y aunque es posible que más que una estructura paralela sea una facción disidente, el “cambio de brazaletes” entre los miembros de grupos armados pone en duda, ante la comunidad y ante la opinión pública, la sinceridad de los compromisos de paz y deja en el aire la pregunta sobre los avances en términos de desarme y desmovilización de los grupos que se sientan en las mesas de diálogo.
Además de la aparición de las Autodefensas Unidas de Nariño, que empieza a tener injerencia en Abades, Guambuyaco y Piedemonte Costero, corredor que conecta a Colombia con el Ecuador por la zona andina; en el norte de Nariño, en la subregión Cordillera se empieza a hablar de una nueva facción, disidente del Frente Franco Benavides[3], que disputa el paso entre los municipios de Cumbitara y Los Andes. La emergencia de nuevos grupos armados se manifiesta en la persistencia de violaciones de DDHH: en municipios como Samaniego, Ricaurte, Barbacoas, Tumaco, El Rosario y Cumbitara se continúan registrando enfrentamientos armados, amenazas, desapariciones, asesinatos selectivos y desplazamiento forzado, hechos relacionados con la disputa por el control territorial y poblacional en zonas estratégicas.
La situación de Nariño pone en evidencia lo complejas que pueden ser las negociaciones con grupos armados en constante transformación y los retos en términos de verificación cuando el control territorial no está en manos del Estado. Además, la persistencia de las economías ilegales y hechos como la entrega reciente de un polideportivo cubierto en el corregimiento de La Florida, en el municipio de El Rosario, ponen en evidencia que la guerra tiene un asiento en las dinámicas sociales y económicas, lo que significa que el gran reto del Estado, en términos de construcción de paz, sigue siendo llegar a los territorios más olvidados y disputar con los grupos armados no solo el control militar, sino también la legitimidad política y la gestión real de lo público.
Nariño es hoy un espejo de las paradojas sembradas por décadas de conflicto armado y, aunque se levanten voces de derrota, hay que recordar que las profundas contradicciones que originaron la violencia en el territorio siguen vigentes y requieren transformaciones estructurales de largo aliento. El reto del Gobierno y de la sociedad es no flaquear ante las profundas contradicciones y dificultades que supone la salida negociada del conflicto armado, única posibilidad de reconciliación en un territorio que ya ha probado suficiente las consecuencias de la guerra.