Murió el periodista que se atrevió a insultar por teléfono a Pablo Escobar

Siempre lo reconocieron como el periodista invisible. Todo el tiempo tuvo que aferrarse al bajo perfil. Igual que Guillermo Cano, su maestro, Fabio Castillo sostuvo que nunca importaba el periodista sino el hecho, lo que se contaba, lo que se denunciaba. Creía que su deber moral era desenmascarar al poder y sus complejidades. La banca fue una de ellas. En los años ochenta apuntó a Jaime Michelsen Uribe, cabeza del grupo Gran Colombiano, uno de los banqueros más reconocidos del país. En 1982, una investigación suya, hecha a cuatro manos con don Guillermo Cano, desató un escándalo de proporciones bíblicas, los miembros de la junta de ese grupo económico, entre los que se contaban eminentes apellidos como López y Michelsen, se hacía autopréstamos entre sus miembros, algo que está penalizado en la ley colombiana. Además de esto se hacían operaciones especulativas, jugando con los ahorros de la gente. Por esa misma época, investigaron al suplente del político liberal Jairo Ortega en la Cámara de Representantes: Pablo Escobar. Castillo encontró una foto de Escobar siendo detenido por llevar contrabando a Ecuador. Además, tuvo en sus manos el prontuario de quien fungía en Medellín como una especie de Robin Hood de las comunas. Otra máscara había caído por culpa de la rigurosidad de Castillo.

Empezó entonces la persecución de Pablo Escobar contra un periódico. El día que El Espectador reveló la foto del narco, su respuesta fue comprar todos los periódicos que encontró en Medellín e hizo una gran hoguera con ellos. A Castillo le recomendaron irse del país. Tenía las horas contadas. Él ni siquiera se quiso ir de Bogotá. Le encontraron en el barrio Santa Fe un apartamento para que pasara como anónimo. El edificio, que se llamaba Tundama, estaba rodeado de prostíbulos. Cerca de cuarenta mujeres lo cuidaban cada noche. Le habían asignado un escolta. En muchas entrevistas, Fabio afirmaba sentirse un poco tímido por eso de ir en bus y llevar al lado un escolta: “Era algo ridículo”.

Y entonces empezaron los asesinatos. Pablo Escobar creía tener la potestad de decir quien vivía y quien no. No le importaba el cargo. Cuando asesinó en abril de 1984 a Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia, el país entendió que se sometería a un nuevo tipo de violencia. A los periodistas que hablaban mal de él o los compraba o los mataba. A Guillermo Cano no había cómo sobornarlo. Era un tipo duro, con vocación. No cedió. Lo asesinaron poco antes de la Navidad de 1986. El sicario que lo mató en un semáforo frente al edificio de El Espectador no sabía que don Guillermo tenía atrás de su carro los regalos empacados para sus nietos. Castillo, lejos de tener miedo, siguió resistiendo en Colombia. Estaba a punto de salir Los jinetes de la cocaína, ese gran clásico en donde no solo mostraba y nombraba la red de narcotraficantes que quería apoderarse del país, sino que también mostraba su relación con la banca, con la política.

Una vez lo llamó Pablo Escobar. Empezó a desafiarlo, a putearlo, a decirle que tenía que salir corriendo. La respuesta de Castillo sorprendió al propio capo. “¿Cuántos años tiene Manuela?” Le preguntó Castillo, haciendo referencia a la pequeña hija de Escobar. Al otro lado de la línea cundió el silencio. Castillo volvió a torearlo “Porque si usted viene por mí, yo voy por Manuela”. Entonces el capo estalló, le colgó la lápida.

Por esa semana salió el libro, Los jinetes, y rompió la historia del periodismo colombiano en dos. Lamentablemente para Castillo no lo pudo ver en las vidrieras del país. Escondido en el baúl de un carro lo sacaron hasta Ipiales, luego tomó un avión hasta Quito y después se fue a Miami. Allí le advirtieron que ese no era un lugar confiable “Miami es el patio trasero de Medellín” le dijo un amigo periodista, así que con 60 dólares viajó a España, se instaló en Madrid y solo en los noventa regresó al país.

Castillo trabajó en El Espectador hasta el año 2016 y luego dirigió una revista en México. Como los hombres justos, murió en su casa en el barrio Palermo de Bogotá. Tenía 65 años.