
Colombia fue un país de poetas y esto ojalá que no se tome como ofensa para nadie. Acá hubo una época en la que, para ser presidente, era requisito componer versos: algunos tan malos como los de Belisario; otros tan cursis como los de Guillermo León Valencia; ninguno de ellos tan rimbombantes como los de Rafael Núñez, que quedaron, incluso, en el himno nacional. Horror de horrores. Pero hubo grandes poetas en el siglo XX, algunos de ellos con vidas de película. Esto le pasó a Luis Vidales.
Tal y como lo reseña Harold Alvarado Tenorio, Luis Vidales fue hijo de masones radicales, nacido en plena incandescencia de la Guerra de los Mil Días, en Honda, Tolima. Estuvo al cuidado de una negra africana que lo crio y lo formó. De poesía no solo vive el hombre, así que se hizo contable y, gracias a sus trabajos en bancos, pudo mantenerse. No todos pueden ser tan consecuentes como Raúl Gómez Jattin.
Miguel Abadía Méndez lo nombró cónsul en Italia justo cuando Mussolini era el Duce, pero se cansó de eso, de estar lejos del país, y regresó, no solo a cambiar para siempre la poesía colombiana, con su movimiento, llamado Los nuevos, sino a forjar el Partido Comunista. Lo formó junto a otros nombres como Silvestre Zawisky. Fue expulsado del partido que él ayudó a formar. En los años sesenta, Gilberto Vieira lo volvió a aceptar luego de hacer peregrinajes en Moscú y Pekín. Nunca nada lo doblegó. Estuvo preso 47 veces. Pero lo peor, le sobrevendría durante los años en los que Julio César Turbay Ayala fue presidente.
Una vez, incluso, lo metieron preso, y además de eso, lo torturaron. Leía, como todas las noches, en su apartamento en Chapinero, cuando se escuchó un estruendo: la policía, amparada por los estatutos de seguridad promulgados por el gobierno de Julio César Turbay, derribaba su profusa biblioteca y, con cuchillos, destajaba los libros.
A él, que a sus 78 años había estado 37 veces en la cárcel; que en París le había dado la mano a Picasso; que fundó, con un puñado de muchachos en los años 20, el grupo Los Nuevos, que cambiaría para siempre la altisonante literatura colombiana; que había ayudado a fundar el Partido Comunista; que fuera amigo de Jorge Eliécer Gaitán, y considerado enemigo de la patria por oponerse a la guerra contra el Perú…
A él, volvían a tratarlo como a un delincuente.
Lo último que vio antes de que un policía le cubriera los ojos con una venda fue ver los pedazos de sus libros flotar en el aire como las hojas de los árboles en sus otoños en Montmartre. En París, a finales de la década del 20, Vidales vivió sus años más felices. Su libro, Suenan timbres, fue comentado hasta por el joven Jorge Luis Borges. Allí estudió sociología, ahondó en el psicoanálisis y hasta saludó al mítico héroe de la aviación Charles Lindberg.
Nada de eso importó en esa noche de noviembre de 1979. A empujones fue sacado del edificio desde donde sería llevado a las caballerizas de la policía en Usaquén. El único pecado que había cometido era volver a abrazar el único credo que profesaba, la única religión que tenía: el Partido Comunista. En una celda oscura, húmeda, en donde lo único que se escuchaba era el andar de las ratas, Luis Vidales estuvo incomunicado durante cinco días. Él, que soportó, junto a su familia, la tenaz persecución política conservadora que desató la violencia partidista de los 50, que salió 12 veces de la cárcel gracias a sus huelgas de hambre que estuvieron a punto de destruirlo, que tuvo que exiliarse para no ser asesinado, tuvo por primera vez miedo.
Sus conocidos le habían advertido que la liberalidad que reinaba en el país en el gobierno de su amigo Lleras Camargo, quien lo convenció de regresar ofreciéndole la dirección del DANE, y que se había debilitado en los mandatos de Misael Pastrana y de Lleras Restrepo, había terminado con el puño de hierro que imponía Turbay Ayala. Por eso, le desaconsejaban que fuera por las veredas y los municipios más apartados de Colombia a leer sus poemas encendidos de lucha social y rabia por las injusticias que tenía que ver a diario. El gobierno Turbay interpretó estas correrías poéticas como propaganda subversiva y, amparada en el estatuto de seguridad que limitaba las libertades individuales, fue detenido en su propio apartamento para después ser incomunicado en un cuarto oscuro y maloliente.
Tenía amigos influyentes que lo salvaron, uno de ellos era Jean Paul Sartre quien logró hacer una campaña mundial buscando su liberación. Lo logró, pero la historia oficial fue borrando este episodio. Mucho después de su muerte, en 2016, un poema suyo, Las palmas del Quindío, apareció al lado de la efigie de Lleras Restrepo en el billete de 100.000. Como suele pasar, todos vieron a Lleras y nadie leyó el poema. Es un homenaje justo aunque insuficiente para el gran creador del poema Suenan timbres.