
Uno de los crímenes que más han resonado en las últimas décadas fueron los falsos positivos. Según la Comisión de la verdad fueron 6402 las víctimas. El término Falsos Positivos suena hueco, frío, casi que insensible. No se puede reducir a un concepto un horror: en los tiempos de la Seguridad Democrática los batallones eran recompensados teniendo en cuenta los litros de sangre que podrían mostrar como resultados. La ofensiva contra las guerrillas causó en Alvaro Uribe y sus generales un afán por reportar bajas. Algunos oficiales no lo pensaron dos veces y las órdenes que dieron fue asesinar a inocentes y hacerlos pasar por criminales. Es una acción que es tan demoniaca que no puede ser reducida a nombre. En el 2018, el año en el que el uribismo regresó al poder en el cuerpo de Iván Duque, empezó a germinar lo que después se conocería como el estallido social. Los jóvenes, sobre todo, empezaron a despertar del letargo.
Los murales empezaron a aparecer en las principales ciudades del país. Pero la capital fue el epicentro de la indignación. En noviembre del 2019 se cometió la primera infamia: uno de los murales, pintados en un lugar clave, como era el de la clave 80 con carrera 30 en el norte de Bogotá, amaneció un día borrado. Según lo denunciaron y comprobaron en su momento el colectio de madres de Soacha, fueron miembros del ejército los que censuraron. Los creadores de los murales fueron el colectivo Puro Veneno. El lugar en donde fue pintado en mural era más que estratégico, era una provocación por su cercanía con la Escuela Militar de Cadetes. Poco después de la denuncia aparecieron pruebas, imágenes de videos donde se veían a los miembros del ejército borrando el mural. Se abría entonces una discusión sobre el arte callejero: ¿Tenía que ser decorativo o no podía perder su poder de denuncia?
Cuatro años después el estigma de la censura sigue flotando. A finales del 2024, gracias a las diligencias de la Juridicción Especial para la Paz, se descubrieron dos cuerpos en La Escombrera, el lugar de la Comuna 13 de Medellín en donde habrían sido enterrados más de cien desaparecidos de la Operación Orión, desarrollada en octubre del 2003. Colectivos de artistas callejeros decidieron pintar un mural en un lugar clave de Medellín, el deprimido del Terminal del Norte, una zona ampliamente transitada. El mural era un homenaje a las madres que han denunciado, durante más de dos décadas, que la Escombrera no es más que una de las innumerables fosas comunes que tiene Colombia, por eso decía en una frase que tenía el peso de un manifiesto: “Las cuchas tenían razón”. La orden de la alcaldía de Federico Gutiérrez fue la de echarle pintura gris. Fue como apagar un incendio con gasolina.