Los años en los que Carlos Castaño pensó que podría ser un político exitoso

En la última semana, el ministro del Interior, Armando Benedetti, armó un escándalo político anunciando que sentará en las mesas de negociaciones del gobierno -la paz total al parecer sigue viva- a exjefes paramilitares, para que puedan contar su verdad sobre las alianzas que tuvieron con políticos arrancando este siglo. Este, de ser verdad, podría ser el capítulo final de lo que se conoció como parapolítica. A continuación, recordamos el momento de la historia de Colombia cuando Carlos Castaño pensó entronizarse en el poder.

Un mes antes de que lo mataran, Fidel Castaño creía que había ganado la guerra. El 2 de diciembre de 1993, había sido asesinado su enemigo más encarnizado, Pablo Escobar. Sin embargo, nunca imaginó que la cacería al delincuente más poderoso del planeta terminaría significándole poner una cruz en la frente. Fidel Castaño siempre fue un bandido. A los 18 años había hecho una fortuna en Guyana, donde explotó una mina de oro y doblegó al que se le pusiera adelante. Regresó a Amalfi, la tierra donde nacieron él y sus doce hermanos, con las manos llenas y haciendo lo que se le diera la gana. Como lo relata María Teresa Ronderos, en su libro Guerras Recicladas, imponía el orden público sobre todo a las mujeres: amenazaba con echarles ácido a las jóvenes que osaran levantarle la mano a un padre abusivo. En 1981, se regó el cuento de que las FARC habían secuestrado y después asesinado a su padre, un duro ganadero de la región. Nunca se pudo comprobar si el principal motivo por el que los Castaño se alzaron en armas contra la insurgencia fue ese. El punto es que, con el derecho moral de la venganza, mataron y despojaron a decenas de personas.

En el camino se volvió narco, anticomunista encarnizado, asesino, y con los Pepes se convirtió en el paraco más poderoso del país. Pero en enero de 1994, cuando saboreaba la victoria, un francotirador le partió el pecho. La versión que dejaron circular sus hermanos fue que lo había matado las FARC. Cada vez cobra más fuerza que fue una orden dada por uno de los caínes. El punto es que la comandancia de lo que serían, dos años después, las AUC, recaía en Carlos, el díscolo drogodependiente e impredecible hermano menor de la dinastía.

La gente de Fidel no confiaba en el poder de mando de Carlos Castaño, sobre todo cuando las FARC se le metieron a su propio campamento en San Pedro de Urabá. En 1998, las FARC se metieron también en otro de sus campamentos supuestamente más inexpugnables, el que tenía en Tolová, Córdoba. Según dice Verdad Abierta, si no llega Salvatore Mancuso a salvarlo sería hombre muerto.

Su voz chillona e histérica no convencía a nadie. Pero, poco a poco, Carlos fue mostrando su arrojo en el combate, y mochando cabezas se ganó el respeto de la muchachada. En 1999, las AUC ya no eran solo unos hombres siniestros que se entrenaron con mercenarios israelíes y aprendieron a usar munición pesada y armas de uso privativo de la fuerza pública, gracias a una ley que aprovechó muy bien el entonces gobernador de Antioquia Álvaro Uribe Vélez, sino que también manejaban el negocio de la coca.

Y Carlos Castaño les tenía miedo a los gringos. Se había casado con una mujer veinte años más joven que él y había tenido una hija que nació con una extraña enfermedad que solo se podía tratar en los Estados Unidos. Su sueño era darles estatus político a las autodefensas. Empezó a venderse como un político. Detrás de esto estaba el expolítico liberal Iván Roberto Duque, alias Ernesto Báez, uno de los ideólogos duros que tuvo el paramilitarismo en Colombia, un hombre que creó un partido político llamado Morena -cuyo lema era “te quiero por colombiana y te adoro por Morena”, según recuerda María Teresa Ronderos en el ya citado libro- y que fue desde sus inicios liberal de raíz. Fue él quien empezó a enseñarle a Carlos Castaño cómo hablar, qué decir, cómo aparecer ante las cámaras. Así que, en sus campamentos, recibió a periodistas tan respetados como Darío Arizmendi, Claudia Gurisatti e, incluso, apareció con corbata declamando poemas del uruguayo Mario Benedetti. La idea era poder venderlo como candidato al Senado o a la Presidencia. Paralelo a esto, otros paras, como Mancuso y Báez, empezaban a permear la democracia colombiana comprando candidatos al Congreso o inventándoselos, como fueron los casos de Rocío Arias en el Bajo Cauca antioqueño y Eleonora Pineda en Tierralta, Córdoba. Para 2005, según lo pudo establecer la corporación Nuevo Arco Iris, el 50 % del Senado era compuesto por congresistas que habían obtenido sus curules con la ayuda económica y de presión a punta de armas contra la población de los paramilitares.

El lanzamiento de sus memorias Mi confesión, un éxito en ventas, escrito por un reconocido periodista que prestó sus servicios como “escritor fantasma”, disparó aún más la popularidad. Después de los reveses militares ocurridos durante el gobierno Pastrana, la opinión pública quería mano dura contra las guerrillas. Se llegó a pensar que el menor de los hermanos de Amalfi podría tener un futuro en la política.

Pero Castaño tenía todos los caminos bloqueados. Un día antes de que Uribe hiciera su primer viaje a EE. UU., a verse con George W. Bush, emitió una orden de captura e inmediata extradición contra Castaño por narcotráfico. En ese momento, 2002, el líder de las AUC ya había hecho su testamento. Sabía que dentro de los paramilitares el ala traqueta se había impuesto. Su sueño ahora no era ser presidente, ni siquiera senador, sino irse a los Estados Unidos, contar toda la verdad, vivir como un testigo protegido en ese país.

La coca y el whisky empezaron a minar el ánimo de un hombre de por sí ya lo suficientemente nervioso como Carlos Castaño. Contaría muchos años después Ernesto Báez que, una noche, el líder de las AUC había perdido momentáneamente la consciencia, lo apuntó con un arma y lo acusó de ser un traidor. La verdad es que ya todo estaba jugado contra Castaño. Su propio hermano, según versiones entregadas por los propios paramilitares, ordenó su muerte y esta se dio en el primer semestre del 2004. Sólo dos años después pudieron encontrar su cuerpo en una fosa común.

De llevarse a cabo lo que propone Benedetti, de sentar a los exparas para que cuenten la verdad, podríamos saber más detalles sobre una parte de la historia del país muy reciente y también muy desconocida. Seguimos necesitando la verdad.

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Iván Gallo

Es guionista de dos películas estrenadas en circuito nacional y autor de libros, historiador, escritor y periodista, fue durante ocho años editor de Las 2 orillas. Jefe de redes en la revista Semana, sus artículos han sido publicados en El Tiempo, El Espectador, el Mundo de Madrid y Courriere international de París.