
Antes del 30 de abril de 1984 la hacienda Nápoles era el lugar de encuentro de prestigiosos periodistas y políticos. Incluso su dueño, Pablo Emilio Escobar Gaviria, era Representante a la Cámara. Habían rumores de sus malos pasos. Decían, ya en esa época, que era socio del nazi Klaus Barbie, el carnicero de Lyon, quien tenía hectáreas sembradas de hoja de coca en Bolivia, que había matado a varios jueces en Medellín y que había sido detenido por contrabandista en Ecuador. La periodista Maria Jimena Duzán encontró una foto de un Escobar veinteañero y sonriente, mientras era reseñado por la justicia ecuatoriana. La respuesta del capo fue mandar a recoger todas las ediciones del periódico y quemarlos. Además sentenció de muerte a Guillermo Cano, director del periódico.
Empezaron los debates, el afán en una especie de carrera hacia la muerte. Uno de sus más cercanos amigos, su jefe en el partido Liberal, Luis Carlos Galán, le recordaba todo el tiempo a quién se enfrentaba. ¿No se daba cuenta de los riesgos? Entre más le recomendaban mesura más alzaba la voz. El debate en el congreso de abril de 1984 fue contundente. Frente a un tablero improvisado demostró que Pablo Escobar no sólo tenía contactos con el narcotráfico sino que era el narco mismo. Inmmediatamente la visa a los Estados Unidos a Escobar le fue suspendida. Con la sangre en el ojo por lo que, según él, le había hecho el ministro de Justicia, contraatacó y le envió dos sicarios para matarlo. Y así lo hicieron. El 30 de abril de 1984 nos quedó claro que nadie, ni siquiera el ministro de justicia, estaba a salvo de la venganza de Escobar.
En algún momento de sus últimos días, cuando el capo estaba acorralado, sin poder ver a su familia, hay indicios, según su prima, la que le dio la última acogida en su casa cerca del estadio, que el capo se lamentaba de esa vida de estar corriendo, de huidas a último minuto, una vida lejos de su familia. Todo eso lo desembocó la atrocidad de mandar a matar a un ministro de justicia.