Es difícil imaginarlo, pero es verdad, en 2003 las condiciones estaban dadas para que las Autodefensas Unidas de Colombia pudieran soñar con limpiar sus fortunas e incluso salvarse de ir a la cárcel. Ideólogos como Ernesto Báez, con una larga trayectoria en la política, creían poder tener el suficiente criterio como para convertir a Carlos Castaño en un candidato presidencial. Era difícil. Castaño arrancó siendo uno de los jefes de sicarios del Cartel de Medellín. Su hermano Fidel, feroz anticomunista, al menos se preocupaba por las formas. Era un experto catador de vinos y asesoraba a señoras bien de El Poblado —como María Victoria Henao, esposa de Escobar— sobre arte. Carlos, el menor, era un hiperactivo consumidor de bazuco que, cuando se pasaba de esta droga, perdía el control y se convertía en un monstruo. Báez tenía la misión de pulir a un tipo tan vasto como Carlos Castaño.
En la estrategia estaba la de hacer un libro. Desde su base en Córdoba, Carlos escribió junto al periodista Mauricio Aranguren sus memorias. No esperen encontrar en este libro un ejercicio de autocrítica, de liberación y verdad. Carlos Castaño cuenta y justifica la creación, formación y expansión de los grupos paramilitares. Intenta limpiarse de crímenes que están muy mal visto por la comunidad, como el asesinato de Jaime Garzón. Aunque la historia dejó en claro que Castaño fue quien ordenó el asesinato del comediante –instigado por el funcionario del DAS José Miguel Narváez— el comandante paramilitar lo negó porque podría costarle votos.
La estrategia no se detuvo en escribir un libro. Se buscó a grandes periodistas colombianos, como Darío Arismendi y Claudia Gurisatti para entrevistar en saco y corbata al asesino.
Incluso el furioso antimarxista se atrevió a declamar a Mario Benedetti, reconocido poeta de izquierda. Quedaba claro que lo que necesitaban instalar los paras era la tesis de que ellos eran un mal necesario, que sin sus luchas este país se había convertido en una nueva Cuba. Que ellos defenderían siempre a los “colombianos de bien” de las guerrillas que pretendieron tomarse el poder.
Báez ya había pensado en un nombre político para su partido sin desperdiciar las siglas de las AUC, el movimiento se llamaría Alianza por la Unidad de Colombia. En declaraciones que daría muchos años después Diego Fernando Murillo, alias Don Berna, confesó que el plan desplegado por los paras fue el de tomarse el congreso, alcaldías y gobernaciones. En ese plan, según Don Berna, cumplía un papel preponderante Mario Uribe, quien años después sería condenado por asociación con grupos paramilitares.
En Justicia y Paz, Uribe consiguió que buena parte de las estructuras paramilitares se desmovilizaran. Sanguinarios comandantes de las AUC, como Jorge 40, Salvatore Mancuso o Ever Veloza, estaban dispuestos a contar su verdad así salpicara a empresarios, políticos y poderosos oficiales de las fuerzas armadas. Las audiencias de verdad y reparación se hacían en las zonas donde el aparato paramilitar había sido más despiadado. Pero justo cuando se estaba desmadejando uno de los momentos más dolorosos y sangrientos de la historia del conflicto colombiano, el gobierno Uribe, tan firme y determinado a la hora de enfrentar a la sociedad civil, se doblegó con facilidad ante las primeras exigencias del gobierno norteamericano. Con esto, quedó truncado un proceso de reparación, quedaron vetadas algunas verdades, y Álvaro Uribe terminó ganándose unos enemigos poderosos.
Carlos Castaño vio, a finales de 2003, que su esperanza de ser candidato a la presidencia naufragaba. Las fracturas dentro de las Autodefensas terminaron hundiéndolo. Don Berna afirmó que Castaño se había vuelto “muy comunista”, y que su hermano Vicente Castaño se había hartado de él, ordenando su asesinato en 2004.
Jamás salió un sondeo, ni una encuesta, pero bastaba con salir a la calle para constatar, en esos años, que la gente estaba dispuesta a perdonar las centenares de masacres que comandó el terrible Carlos Castaño.