
Lo que está ocurriendo en La Guajira con el proyecto de gas Sirius-2 refleja, una vez más, la fractura entre el discurso de participación y la realidad que viven las comunidades. Mientras las instituciones hablan de consulta previa y de diálogo social, en la práctica el proceso avanza con un alcance tan reducido que apenas representa una mínima fracción de las poblaciones afectadas; solo seis comunidades fueron incluidas formalmente, a pesar de que en la zona hay cientos que comparten el mismo territorio, los mismos ecosistemas y las mismas preocupaciones.
Detrás de ese dato hay una historia más profunda: el desajuste entre el modelo extractivo y los derechos colectivos. Los megaproyectos llegan a territorios con promesas de desarrollo, pero sin un reconocimiento real de las voces locales. En este caso, el gasoducto submarino y la infraestructura que lo acompaña transformarán paisajes, afectarán zonas de pesca y modificarán la vida cotidiana de comunidades indígenas y afrodescendientes en la zona, sin embargo, muchas de ellas ni siquiera fueron llamadas a participar en la discusión sobre un proyecto que se desarrollará en su territorio.
El mensaje que deja esta exclusión es contundente: la consulta previa se está convirtiendo, en varios casos, en un trámite administrativo más que en un ejercicio genuino de participación. Cuando un proceso de este tipo se maneja con limitaciones o con omisiones de información por parte de las alcaldías o del Ministerio del Interior, el resultado no solo es una falla institucional, sino también una ruptura de confianza. Las comunidades sienten que no son escuchadas, que sus derechos se reconocen solo en el papel, y que los intereses económicos terminan pesando más que el respeto por su dignidad.
Los impactos de esta situación no son menores. En el plano social, se abre la puerta a conflictos que podrían haberse evitado con un proceso más transparente e incluyente. Las tensiones entre las comunidades y el Estado tienden a crecer cuando las decisiones se perciben como impuestas. Y en regiones con un historial de desigualdad, pobreza y promesas incumplidas, esa sensación de exclusión puede encender nuevas formas de resistencia.
Desde el punto de vista ambiental, el proyecto genera incertidumbre. La Guajira es un territorio frágil, donde los ecosistemas marinos y costeros sostienen no solo biodiversidad, sino también modos de vida ancestrales; por ello, un gasoducto submarino no es un simple tubo: es una intervención sobre el fondo marino, sobre las rutas de pesca y sobre un entorno que ha permitido a las comunidades sobrevivir durante generaciones. Si esos impactos no se miden ni se discuten con quienes los sufrirán directamente, el daño no será solo ecológico, sino también cultural.
Lo más preocupante es la pérdida de legitimidad. La confianza entre el Estado y las comunidades es un bien escaso, y cuando se rompe, cuesta años reconstruirla. Si los proyectos energéticos quieren tener sostenibilidad social, necesitan más que licencias ambientales: requieren licencias morales, licencias de confianza. Eso solo se logra con procesos amplios, informados y respetuosos.
El caso Sirius-2 no es un hecho aislado; es un espejo de lo que sigue ocurriendo en buena parte del país. Mientras no se reconozca que la transición energética también debe ser justa en términos de participación, seguiremos repitiendo el mismo patrón: proyectos con alto costo ambiental y social, acompañados de comunidades que sienten que su voz no cuenta. La Guajira, con su fuerza y su historia, vuelve a recordarnos que el desarrollo sin diálogo es solo otra forma de exclusión.