No se nada de arte. A veces he tenido que asistir a aperturas en galerías y me quedo en silencio porque no tengo idea sobre el arte contemporáneo colombiano. Con algunas excepciones soy un analfabeto en ese tema. Hace muchos años conocí a Antonio Caro y me llamó la atención lo delgado que era y que estaba desdentado. En una mochila wayuu guardaba, acaso, todo lo que tenía en el mundo. Sabíamos que se había criado en los estertores del Woodstock, que era como una especie de poeta maldito y que los pintores consagrados como Beatriz González no lo querían. Pero no sabía que vivía en el tercer piso de una casa familiar en donde la primera planta era un café internet. En ese tercer piso Caro pensaba y se alimentaba con avena y algo de fruta. En ese momento, año 2000, vivía del aire. Cuando el periodista Fernando Gómez Echeverri lo fue a entrevistar a su guarida hubo otros artistas, como Beatriz González, que creía que el momento de Caro había pasado. Fue muy famoso a finales de los años sesenta cuando pintó el nombre de Colombia con la letra de coca-cola o hacer un busto de sal del presidente Lleras que terminó inundado el museo nacional. pero, treinta años después, parecía mercancía dañada.
Sin embargo, después de que salió la crónica en Gatopardo, el nombre de Caro se volvió a disparar. Las galerías lo querían y Caro pudo vivir sus últimos años con comodidad. Si estoy hablando de arte es porque me leí en estos días el último libro de Fernando Gómez Echeverri, Vidas de artistas, lo llamé para conversar sobre mis impresiones de un texto imprescindible sobre todo para los que no somos iniciados. Hablamos directamente de una de las crónicas que me gustaron más, además de la de Caro, y es la de Gaviria coleccionista. A pesar de la resistencia que puede generar un personaje de sus características, Gaviria es ampliamente respetado en el mundo del arte. Gómez Echeverry me contaba en la llamada “Cuando llegaba al ArtBo es como si hubiera aterrizado una estrella de rock”. La decisión que tome Gaviria al comprar la obra de un joven artista puede ayudar a que empiece una carrera, a consolidarla. Con el paso del tiempo el expresidente ha logrado conformar una de las colecciones personales más sólidas del continente.
En México Carlos Slim tiene una colección que la abrió a todo el país con el museo Soumaya ubicado en Polanco. Los Cisneros tienen una silla en la junta que toma las decisiones en el MOMA. Lamentablemente los ricos colombianos, gente que tiene 2.000 millones de dólares, no tienen esos gustos. Santo Domingo fue un magnate que llegó a tener sus cuadros, una colección sólida, con su muerte se desbarató el legado, lo mismo le pasó a Hernando Santos quien pudo atesorar una importante colección. También esta se desintegró con su muerte.
Si tuviéramos ricos con buen gusto tendríamos a más artistas con las posibilidades de ganarse la vida haciendo belleza aseguradas. Sería un apoyo fundamental para que este país fuera mejor. Pero los ricos, de belleza, entienden poco.
En Vidas de artistas conoceremos sobre el arte de coleccionar, nos meteremos en la cabeza de Doris Salcedo, sabremos porque en Londres se vuelven locos con Oscar Murillo, venido desde la Paila, veremos -o creeremos que vemos- un circo de pulgas, estaremos una tarde con el loco genial de Miguel González, nos tomaremos un trago con Ana Mercedes Hoyos y daremos un paneo por uno de los misterios que nos persigue incluso a los que se supone cultivamos el espíritu: el arte colombiano. Con su nuevo libro Fernando Gómez Echeverri incluso nos da algunos tips para poder pensar, a futuro, en invertir en una obra de arte de un joven que apenas esté labrando el camino. Se necesita afinar el ojo y el criterio y esto no es un libro, es un curso de inducción para los que aún estamos ciegos y también un poco sordos.