
En Colombia se está tratando el retiro de la visa al presidente y su gabinete como si fuera lo peor que nos ha pasado porque seguimos midiendo nuestra dignidad política en función de la aprobación de Washington. La sanción debe tratarse con seriedad, pero es grave la dependencia simbólica que, como sociedad, seguimos alimentando frente a la idea de que sin visa quedamos aislados del mundo y claramente seguimos siendo un país que todavía se arrodilla frente al mito del “sueño americano”.
El gobierno estadounidense le retiró la visa al presidente Gustavo Petro y a varias personas de su gabinete argumentando razones vinculadas con las declaraciones del presidente Petro en un acto propalestina en Nueva York, donde criticó la intervención de Israel en la ONU e insistió en denunciar el genocidio contra el pueblo palestino. Asimismo, otros funcionarios anunciaron que devolvían o rechazaban el uso de sus visas como gesto de solidaridad con el presidente. Desde muchos sectores esto se interpretó como un golpe a la diplomacia y como un riesgo para las relaciones bilaterales, pero para quienes defendemos el gobierno fue un acto de soberanía.
Sin embargo, considero que el debate va mucho más allá de la coyuntura política, pues me parece necesario reflexionar sobre por qué, como sociedad, damos tanta importancia a que un país como Estados Unidos, nos de permiso para entrar a su territorio. En redes sociales y en medios se llegó a plantear que esta cancelación de visas podría “aislar” a Colombia del mundo, como si no existieran otros caminos en el relacionamiento global. La fascinación y dependencia con Estados Unidos tiene raíces históricas, económicas y culturales sustentadas en el famoso “sueño americano” que se ha instalado durante décadas como un imaginario colectivo que promete progreso y estatus. Ese mito ha sido tan fuerte y sigue operando como un horizonte aspiracional, incluso cuando la experiencia migratoria está marcada por la explotación, el racismo, la xenofobia, aporofobia y la precariedad.
Recuerdo que uno de mis primeros acercamientos a esta discusión fue cuando leí el libro El Hueco, de Germán Castro Caycedo, uno de mis grandes recomendados, pues narra las vicisitudes de miles de colombianos que intentaron llegar a Estados Unidos por el llamado hueco. Este libro me confrontó con la dolorosa realidad que viven familias enteras dispuestas a arriesgarlo todo para atravesar fronteras en busca de un lugar que promete oportunidades. Lo mismo ocurre con películas como Paraíso Travel, que retratan cómo la ilusión del progreso se transforma en escenarios de violencias, explotación y angustia. Esos relatos muestran otra cara de la situación migratoria y confrontan también la idea de que Estados Unidos es la medida de nuestro éxito. Entre otras cosas, tener la visa se convierte en símbolo de prestigio y que se la retiren a un presidente o a un ministro es interpretado casi como una tragedia nacional, cuando en realidad lo que revela es el grado en el que seguimos subordinando nuestra identidad política a la mirada y aprobación extranjera.
Personalmente, nunca he solicitado una visa estadounidense, y cada vez reafirmo mi decisión de no hacerlo, pues pagar por un documento que me autorice a pedir permiso, muchas veces en condiciones humillantes, me parece una manera de financiar un modelo de exclusión que no comparto. Me niego a intentar viajar a un país que se permite tratarnos con sospecha cuando se les da la gana. Esta coyuntura debería servirnos para cuestionar la realidad de ese tal “sueño americano”. Un sueño que, se ha convertido en una ilusión difícil de alcanzar incluso para los propios estadounidenses, por situaciones como el costo de vida, la falta de acceso a salud y vivienda, y las múltiples formas de discriminación.
Independientemente de las visas del presidente y su gabinete, impulsemos un debate sobre cómo construimos una noción de dignidad nacional que no dependa de la aprobación de Washington. Insistamos en un proyecto político que entienda la migración como un derecho humano y no como un delito. La dignidad de una nación no se mide por la cantidad de visas, se mide por la capacidad de garantizar condiciones de vida aquí, en nuestra propia tierra. Ese debe ser el verdadero sueño, el sueño colombiano.