
Me gusta el cine. Me gustan las películas. A veces ni siquiera me importa su ideologia. Nadie puede negar la belleza de un filme con un mensaje tan diabólico como El Triunfo de la voluntad. Joseph Goebbels, ministro de la propaganda en el Tercer Reich, le encargó a la cineasta Leni Riefensthal la creación de una película en torno al I congreso del partido Nacional Socialista. Era 1933, los albores del nazismo y había que hacer algo impactante destinado a que la gente, en masa, viera la supuesta grandeza de Hitler y los locos que lo seguían. El resultado fue una de las películas más revolucionarias en lo técnico y en lo visual de la Historia del Cine, un documental que 92 años después de su creación sigue despertando asombro. Así que cuando voy a cine lo único que espero es ver una buena película, sin importar que su ideología sea contraria a mis convicciones.
Entonces funda una ONG y ahí es más dificil empezar a tragarse la película. Porque hasta ese momento los números musicales y los monólogos en español de Selena son tan malos que llegan a convertirse en una excelente entretención. A mi me da regozijo los defectos ajenos. Pero cuando el director, un arrogante francés llamado Jaques Audiard, quien ha dicho públicamente que no investigó nada sobre la guerra en México porque estaba haciendo una obra de arte y no un noticiero, opta por venderle al primer mundo su versión libre de la desaparición forzada, uno de los horrores que hemos tenido que padecer en Latinoamérica, ya no queda otro camino que levantarse e irse.