Los generales que tienen las manos untadas de sangre por la retoma del Palacio de Justicia

En un apartamento en el norte de Bogotá cumple su condena desde 2024 el general Arias Cabrales. Se acogió a la JEP y el país -y sobre todo las víctimas- esperaban que contara la verdad ante este tribunal. Lo que cundió fue el silencio.

A las once de la mañana del 6 de noviembre de 1985, cuando el abogado samario Alfonso Jacquin entró al Palacio de Justicia, se sorprendió al ver que solo tres guardias de seguridad privada custodiaran la mole de concreto. Dos meses antes, el Ejército desarticuló un plan del M-19 para tomarse el lugar. Los vientos de paz que trajeron los primeros años de presidencia de Belisario Betancur habían cesado, la élite política volvía a clavarle por la espalda un puñal a la guerrilla y el M regresaba a la guerra.

El grupo necesitaba un golpe publicitario duro. Nadie como ellos para ganarse el fervor popular por sus ataques al gobierno sin disparar un arma: así se tomaron la Embajada de la República Dominicana, se robaron la espada de Bolívar y más de tres mil armas del Cantón Norte. Iban a esperar la visita de Francois Miterrand para causar más ruido, pero les pudo la ansiedad. Por orden de Álvaro Fayad, comandante supremo, Luis Cuervo y Andrés Almarales estaban al frente del plan: 27 guerrilleros se tomarían el Palacio. Los magistrados de la Corte Suprema de Justicia serían sus rehenes; a cambio de sus vidas obligarían a Belisario a un juicio público en plena Plaza de Bolívar. Se la habían fumado verde. Lo que no sabía el M-19 era que el ejército estaba comandado por una recua que quería venganza.

En 1985, ser magistrado en Colombia pesaba como una condena a muerte. La guerrilla era el menos peligroso de sus enemigos. Las profundas investigaciones que la Corte, en cabeza de Alfonso Reyes Echandía, les hacía a los carteles de la droga, desentrañaron la cercanía que tenían los oficiales más importantes de las Fuerzas Armadas con Pablo Escobar. Un año antes, el capo había asesinado a un ministro de Justicia por hostigarlo y promover un tratado de extradición con Estados Unidos. El tratado fue refrendado por la Corte Suprema de Justicia.

Pero la Corte, en junio de 1985, cometió la peor de las afrentas al honorabilísimo Ejército Nacional: condenó al ministro de Defensa de ese momento, general Miguel Vega Uribe, por la tortura de una joven médica y su hija, una niña de diez años, arrestadas horas después de que el M-19 robara las armas del Cantón Norte. Vega Uribe era, en 1979, el comandante de la Brigada XIII de Bogotá y fue una de las caras de la terrorífica represión que ordenó Turbay Ayala.

La decisión hizo que el mundo se le viniera encima a la Corte. Los medios señalaban a los magistrados de desestabilizar al país, culpando a los militares. El miércoles 6 de noviembre de 1985 -después de un puente-, cinco magistrados de esa Corte, entre los que se contaba a su presidente, habían recibido todo tipo de amenazas. Lo único que podían hacer era pedirle al gobierno que los cuidara. Cuando se descubrió el plan del M, se desplegó toda una muralla en el Palacio. Pero el día que el M hizo la toma, estaba todo despejado. Luego, cuando 27 guerrilleros entraron al edificio, al Ejército solo le tomó 30 minutos poner su base de operaciones en la Plaza de Bolívar y en el Museo del Florero.

Semanas después del holocausto que cobró 111 vidas, el ministro de Justicia Enrique Parejo, quien siempre se ha considerado traicionado por las decisiones que tomó el Ejército ese día, ordenó una investigación sobre quién había dado la orden de levantar la vigilancia. Dos coroneles de la Policía no pudieron dar una explicación peor: la orden la había dado el propio Reyes Echandía, quien ya había muerto durante la sangrienta retoma del Palacio. Después se comprobó que el presidente de la Corte se encontraba en Bucaramanga en la fecha que dijeron los coroneles, fue dada la orden para remover el esquema.

La orden que dio el general Arias Cabrales, apostado en la Casa del Florero, fue simple y avasallante: gastar todas las municiones que tenían, acabar a cohetazo limpio con el Palacio de Justicia, no reparar en bajas. Matarlos a todos. Por eso, Plazas Vega metió sus tanques cascabel al Palacio y disparó desde allí. Con la brutalidad de la reacción, el M se dio cuenta de la estupidez que habían cometido: fueron idiotas útiles de las Fuerzas Armadas para salir de un problema. Un magistrado que sobrevivió le contó a la periodista irlandesa Ana Carrigan que alcanzó a escuchar las órdenes que recibían los soldados dentro del Palacio: “Al que vean, quiébrenlo”. Y los mataron a casi todos.

El Palacio de Justicia: una tragedia colombiana, investigación publicada por primera vez en 1993 y que fue traducida al español de manera tardía en 2009, acaba de ser reeditada por Planeta. Un libro necesario, valiente, con testimonio exclusivo de uno de los sobrevivientes que estuvo en el baño del Palacio junto a Andrés Almarales y su combo. La denuncia está clara: el Ejército, no conforme con hacer un rescate deliberadamente chambón que borró del mapa a once magistrados, desplegó después una ofensiva de terror contra todo testigo que quisiera hablar. Arias Cabrales, desde la Casa del Florero, interrogó, reseñó y torturó a las casi 200 personas que sobrevivieron.

Mucho más que para alimentar las teorías de conspiración, y sin exonerar en ningún momento a los comandantes guerrilleros que jugaron durante horas con la vida de las 70 personas que estaban encerrados con ellos en uno de los baños del Palacio de Justicia, el libro de Carrigan debería ser un disparador para que, de una vez por todas, se sepa la responsabilidad que tuvo el glorioso ejército nacional en el incendio y asesinato de 111 personas, la incapacidad de Belisario de sobrellevar la crisis, y los pérfidos consejos que recibió de expresidentes y figuras capitales de la política colombiana. Los únicos que le aconsejaron un diálogo con el M para evitar la masacre, fueron Galán y Turbay.

A 40 años de la toma, que asuman culpa los oficiales sobrevivientes.

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Iván Gallo

Es guionista de dos películas estrenadas en circuito nacional y autor de libros, historiador, escritor y periodista, fue durante ocho años editor de Las 2 orillas. Jefe de redes en la revista Semana, sus artículos han sido publicados en El Tiempo, El Espectador, el Mundo de Madrid y Courriere international de París.