
El 24 de septiembre de 2016, un avión de guerra pasó por encima del escenario en Cartagena en donde el entonces comandante de las FARC, Rodrigo Londoño, le contaba al país los detalles de la negociación que llegaba a buen puerto, a través de la cara de horror que hizo el viejo guerrero nos dimos cuenta de que acababa de tener un deja vu. Si las FARC se sentaron a negociar en serio con el gobierno Santos fue porque la presión militar, ejercida desde los años de la Seguridad Democrática, los había mermado, los había arrinconado. Incluso en tiempos de Santos, habían perdido a dos de sus comandantes más queridos: Alfonso Cano y el Mono Jojoy, este último producto de la habilidad de la inteligencia militar, que supo enquistar un chip en una de las botas especiales que usaba Jojoy debido a la avanzada diabetes que le impedía caminar con normalidad. El misil llegó hasta el campamento y lo mató. Así que la escena de estupefacción de Timochenko, muchos la interpretaron como una mala señal. Y así fue.
Este acuerdo de paz debía pasar una prueba de fuego tan solo una semana después. El plebiscito en donde se le preguntaba a los colombianos si estaba de acuerdo o no con lo que se había negociado. En ese entonces, el uribismo pasaba por su peor momento. Hasta los uribistas más raizales creían que sería imposible poder pensar en la victoria. En todas las encuestas, el Sí se imponía con claridad. La única táctica, como lo señalaría el jefe de campaña del Centro Democrático, era “Sacar a la gente emberracada a votar”.
El 2 de octubre, la parte del país que creía en el proceso de Paz con las FARC, que sabía que la única forma de restañar las heridas era la de sentarse en una mesa a negociar, no podía creer lo que veía: el No había ganado. El primer golpe fue la escasa votación. Estaban habilitados para votar 34.899. 945 colombianos, de los que solo ejercieron ese derecho 13.066.047, es decir un 37 %. La votación se repartió así: el No se llevó el 50,21 % y el Sí el 49,78 %, Uribe volvía a tener viento en la camiseta. Se llegaron a acuerdos para que en noviembre, y de manera definitiva, se firmaran los acuerdos en el Teatro Colón, pero ese evento no tuvo el optimismo, el brillo que llegó a tener el de Cartagena. En el fondo era otro acuerdo. Ahí empezó a romperse la confianza de muchos guerrilleros que dejaban sus armas en una implementación eficaz, y desde ahí, puede explicarse que hayan existido tantos problemas que hoy vivimos, como el regreso de miles de guerreros a las armas simplemente porque no se les pudo garantizar un arranque en la vida civil digno.
A la pérdida del plebiscito se sumó la victoria de Iván Duque en las elecciones presidenciales de 2018, alguien que hizo campaña con un lema que encarna la absoluta tibieza “Con el acuerdo ni trizas ni risas” Esta pérdida de legitimidad empezó a menoscabar las condiciones que Colombia necesitaba para hacer esta transición.
Nuestra subdirectora, Laura Bonilla, da su visión sobre este acuerdo: “El Acuerdo de Paz siempre va a valer la pena, y sacó a un montón de la gente de la guerra, los problemas no vienen con el diseño del acuerdo en sí, lo que sucedió es que el acuerdo no logró tener la legitimidad esperada, el gobierno siguiente no cumplió con la implementación del acuerdo y tampoco con el copamiento que se necesitaba por parte del Estado en las zonas que eran de las FARC y eso nos devolvió a una situación grave en términos de violencia”.
Nunca es bueno celebrar antes de tiempo. Nos quedó claro con este acuerdo. Los intentos de hacer paz total por este gobierno seguramente no llegarán a buen puerto. Algunos candidatos prometen endurecer la guerra. La gente los aplaude, soplan vientos de derecha. Ojalá esta no sea una crónica de una oportunidad perdida. De otra oportunidad perdida.