
Son las cinco de la mañana del viernes 5 de septiembre de 2025. En el barrio Ceiba Dos de Cúcuta, cerca de cincuenta camionetas con banderas blancas en sus platones y dos buses de la empresa Cootranscatatumbo comienzan a encender motores. No es un viaje cualquiera: la caravana se dirige hacia Tibú, capital petrolera de Norte de Santander, con un propósito claro y urgente: clamar por la paz.
En su interior viajan representantes de la Coordinadora Humanitaria, que agrupa a más de 850 organizaciones sociales de 17 territorios del país, junto con la Asociación Campesina del Catatumbo (ASCAMCAT), el Movimiento por la Constituyente Popular (MCP), firmantes del Acuerdo de Paz, comunidades indígenas Barí y la Mesa Humanitaria y de Construcción de Paz. La caravana, que partirá hacia la Casa de los Abuelos en Tibú, simboliza un llamado colectivo a detener la guerra y abrir espacios de diálogo.
La frescura del amanecer cucuteño se desvanece pronto. A medida que el sol pinta de naranja el cielo y la temperatura asciende, el recorrido avanza bajo la mirada atenta de organismos internacionales como Naciones Unidas, la Defensoría del Pueblo y la MAPP-OEA, que acompañan la iniciativa. La meta: una sesión extraordinaria de la mesa humanitaria en la que se pondrán sobre la mesa los seis mínimos humanitarios, planteados desde enero como un escudo frente a la crisis: el cese de hostilidades, la protección de la población civil, los corredores humanitarios, el cumplimiento de acuerdos previos y la presencia integral del Estado.
“Mientras llega la solución política, pedimos lo mínimo: que se respete el Derecho Internacional Humanitario, que se proteja a los firmantes de paz, a las comunidades indígenas, campesinas y a los defensores de derechos humanos. Que se aleje a la población civil de las confrontaciones armadas”, insiste Juan Carlos Quintero, de ASCAMCAT, dando voz al reclamo de miles de familias atrapadas en medio de la guerra.
La sesión inicia hacia las diez de la mañana en Tibú. El Ejército Nacional, con celulares en mano, registra el paso de la caravana en distintos puntos de la vía. El calor es sofocante: 36 grados de temperatura y una sensación térmica de 40, un ambiente áspero que contrasta con la fragilidad de las esperanzas que allí se ponen en juego. No es un lugar cualquiera: Tibú es hoy epicentro de la confrontación entre el ELN y el Frente 33 del Estado Mayor de los Bloques y Frentes (EMBF), una disputa que desde enero ha dejado miles de desplazados y cientos de muertos.
Según cifras del Puesto de Mando Unificado de la Gobernación, con corte al 26 de agosto, 72.488 personas se encuentran en condición de desplazamiento forzado, 2.540 permanecen confinadas, 154 han sido asesinadas y más de mil han tenido que ser evacuadas en vuelos humanitarios. No hay registros oficiales de la magnitud de la tragedia, pero fuentes cercanas a las mesas de diálogo hablan de más de 300 muertos desde que la violencia escaló, el pasado 16 de enero, y señalan cinco puntos críticos: en Tibú, los sectores de Km25, J10 y Barrio Largo; y en El Tarra, Versalles y Orú.
El panorama no es alentador: autoridades y organizaciones estiman que se necesitarán al menos cuatro años para superar la crisis humanitaria que golpea al Catatumbo. Sin embargo, la caravana que avanzó desde Cúcuta hasta Tibú es la muestra de que, incluso en medio de la guerra, hay quienes siguen apostándole a la paz, aferrados a la convicción de que el diálogo puede convertirse en el único camino para devolverle la esperanza a una región marcada por décadas de dolor.
Para los sectores que participaron en la sesión humanitaria, la guerra del Catatumbo no es una confrontación lejana ni abstracta, sino una guerra entre familias. Hogares que, fragmentados por la pobreza y la falta de oportunidades, vieron en las armas una supuesta salida para garantizar un futuro distinto a sus seres queridos, pero lo único que hallaron fue desolación y pérdidas irreparables en medio de la crudeza del conflicto. En esa paradoja se resume el drama de una región donde la violencia fractura los lazos más íntimos y perpetúa un dolor que atraviesa generaciones.
Para Darwin Romero, miembro del Concejo Territorial de Paz en Tibú, la paz representa mucho más que un ideal: es la oportunidad real de que los tibuyanos puedan soñar con permanecer en su territorio y apostar por la construcción de un futuro con mayores oportunidades para todos. “Hagamos una tregua en el fuego y sentémonos a conversar, porque todos tenemos algo que proponer como salida al conflicto armado”, expresó, recordando que el diálogo y la voluntad colectiva son el primer paso para transformar la violencia en esperanza compartida.
Ante las escasas oportunidades de paz en la región, las comunidades del Catatumbo insisten en el diálogo como la única vía para frenar las confrontaciones armadas que las asedian desde hace décadas. La violencia no solo amenaza la vida y la seguridad de sus habitantes, sino que también rompe el tejido social, paraliza la economía local y deja a cientos de familias sin sustento. El eventual retiro de Ecopetrol de Campo Tibú, advertido por la Unión Sindical Obrera (USO), sería un golpe demoledor: implicaría la pérdida de empleos, el debilitamiento de la economía regional y un nuevo desplazamiento de la esperanza, en una tierra donde el petróleo, paradójicamente, no ha traído bienestar sino más disputas.
Por eso, el llamado al diálogo adquiere mayor urgencia. No es una súplica ingenua, es una necesidad vital. La sesión humanitaria que concluyó hacia la 1:30 de la tarde, bajo un sol inclemente que parecía incendiar el asfalto, dejó en claro que la población civil está decidida a resistir. Con banderas blancas, voces firmes y el respaldo de la comunidad internacional, recordaron que la paz no puede seguir siendo una promesa postergada. El clamor que se elevó en Tibú no solo interpela a los grupos armados, también exige al Estado colombiano que reconozca la magnitud de la crisis humanitaria y actúe con medidas concretas, inmediatas y sostenibles.
Porque mientras la guerra siga siendo el pan de cada día en el Catatumbo, cada minuto de indiferencia oficial se traduce en más desplazados, más muertos y más comunidades atrapadas en el fuego cruzado. El reto es inmenso, pero también lo es la voluntad de quienes, aun en medio del dolor, siguen apostándole a la paz como el único horizonte posible.