Los sistemas de alertas tempranas prácticamente no existían hace cuarenta años. Los órganos de control no ejecutaban bien su trabajo, nadie estaba preparado para lo que vendría. El mayor desastre natural que habíamos tenido, hasta ese momento, fue el terremoto de Popayán en 1983. En ese momento, 262 personas murieron. La razón no fue la violencia del sacudón de la tierra, la razón fue la mala construcción de edificios viejos. Esto cambió incluso las normas con las que se construía entonces. Ocurrió el 31 de marzo de 1983, en pleno Jueves Santo. A partir de ese día, existen algunos agüeros sobre los Jueves Santos.
En Armero la gente estaba contenta. Creía en el futuro. Era una población caliente de gente pujante, Tolima puro. Sí existían algunos agüeros. Uno de ellos sostenía que el asesinato el 9 de abril de 1948, en pleno Bogotazo, del sacerdote Pedro María Ramírez Ramos, le traería a la ciudad algún tipo de desgracia en el futuro. Igual, nadie estaba preparado para lo que vendría.
Armero está demasiado lejos de las nieves, de los nevados, y unos pocos sabían de las afectaciones que podría traer la explosión del Nevado del Ruiz. Uno de ellos era Moncho, el diminutivo con el que llamaban a Ramón Rodríguez, quien era el alcalde de Armero en ese momento. Un estudioso del tema en un tiempo en donde era supremamente complicado poder informarse. Él tuvo en su poder reportes de inundaciones anteriores en los que pudo constatar que el Nevado del Ruiz era un monstruo que se activaba cada cierto tiempo. El volcán Nevado del Ruiz había explotado en los años 1592, 1700 y 1845, y en esas erupciones había destruido a poblaciones como Ambalema. Ya había indicios de que una explosión estaría a punto de ocurrir. En diciembre de 1984, hubo un incendio forestal en las inmediaciones del nevado que había tenido como su origen una actividad dentro del volcán.
Con las pruebas en la mano, Moncho viajó hasta Ibagué en donde habló con el gobernador del Tolima y se las mostró. En ese momento, el gobernador era Eduardo García Alzate y entonces a Moncho le cambiaron el apodo por el de Loco. Así de simple. Paralelo a esto, al presidente Belisario Betancur los investigadores Marta Calvache y Eduardo Parra le entregaron un informe en donde se demostraba que la tragedia iba a ocurrir. No eran los únicos, vulcanólogos como Haroun Tazieff, tenían pruebas de que esto era así y que el reacomodamiento de la población era urgente. Un aviador, Guillermo Cajiao, sobrevoló la zona en 1977 y vio actividad, al igual que el alpinista Antoine Faber. Desde el congreso, el representante a la Cámara Humberto Arango Monedero les advirtió a cuatro ministros, en reunión privada, sobre la tragedia inminente. Lo trataron de apocalíptico.
Ramón González en los días previos a la avalancha, cuando ya una película blanca y ceniciente cubría todo el pueblo, intentó hacer evacuaciones por su parte, pero no fueron muchos los que le hicieron caso. La noche en que el río Lagunillas se convirtió en un monstruo ingobernable, lo encontró a él subido a una silla, intentando comunicarse con Bogotá, viendo cómo el lodo empezaba a inundar su casa, fue uno de los 22.000 muertos que dejó la tragedia.
Cada vez que pasamos por Armero y vemos sus ruinas, un silencio cobija el alma, y si bien la imagen mundial que dejó la tragedia fueron los ojos profundos de la niña Omayra, jamás podremos olvidar las súplicas del alcalde que vislumbró la tragedia y que nadie supo escuchar.